¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónPor Elio Marchi
Era 16 de noviembre de 1969, alrededor de las 21 h. Yo estaba en el Luna Park con Lino Patalano y grupo de amigos veinteañeros, seguros de que la "Balada para un loco" ganaría el premio a la mejor canción en la categoría “Tango” en el Festival Iberoamericano de la Canción, ya que era “vox populi” que gran parte del jurado al que integraban figuras prominentes como Chabuca Granda y Vinicius de Moraes la tenían como favorita en ese rubro. El tema ya había sorteado las instancias eliminatorias – habíamos estado en todas – y cada vez que lo escuchaba, algo se me revolvía en el pecho sin dejar lugar para otra música o para otra voz. Había llegado finalista junto a otro tango con un título que tenía algo que ver con los trenes y cuyas estrofas plagadas de lugares comunes, Jorge Sobral había defendido con la dignidad de un gladiador que es conciente de la clase de enemigo al que tenía que enfrentarse.
Esa decisiva noche, cuando le tocó el turno a la Balada, Amelita Baltar apareció en el escenario envuelta en un chal de gasa y a mi se me antojó una Diosa. Las primeras y tan características notas valseadas comenzaron a sonar y, mientras ella nos contaba “ese que se yo de las callecitas de Buenos Aires", inmediatamente un rugido que iba a durar durante toda la canción se alzó de la platea. Un rugido en el que se mezclaba la admiración de los que sentíamos que se estaba haciendo historia, con el de aquellos que se habían quedado allá en el tiempo y la insultaban, arrojándole monedas al escenario y mandándola - entre otras lindezas muy porteñas - a lavar los platos. Nosotros nos quedamos casi sin voz gritando bravos. Cuando finalmente se conoció el resultado y nos enteramos que el fallo relegaba a la Balada al segundo puesto, no lo podíamos creer. Inexplicablemente le habían otorgado la distinción al “tango de los trenes” que respetaba a rajatabla el 2 x 4, hablaba de desengaños amorosos, madres sufridas y lacrimógenas borracheras y para el que no podían existir melones en la cabeza, locos gritando y mucho menos gente corriendo por las cornisas con golondrinas en el motor. Después supimos que la causa había sido que otros integrantes del jurado, mucho más ortodoxos y tradicionalistas, habían cambiado las reglas del juego creando un “jurado popular” en cuyas manos dejaron la decisión final. Algo equivalente a lo que muchos años después fueron los teléfonos de Tinelli.
Al dia siguiente, Astor, el Quinteto y la Baltar debutaban en el Teatro Regina con un recital que cerraban con la Balada. Al finalizar la función, el público estalló en aplausos y mientras ellos saludaban acompañados por Horacio Ferrer, nosotros – aquellos mismos veinteañeros aún disfónicos por los gritos que habíamos pegado la noche anterior – comenzamos a arrojar rosas sobre el escenario. La primera – por casualidad – le embocó a Astor que todavía sensibilizado por lo ocurrido en el Luna Park, trató de esquivarla pensando que era una piedra.
Esa noche -como todas las que siguieron durante el ciclo- fuimos los encargados de vender a la salida del público el simple de 45 rpm que tenía de un lado la Balada para un loco y del otro a Chiquilin de Bachín. Ese disco era pan caliente y como tal nos los quitaron de las manos, a centenares. Y mientras la gente se iba del teatro tarareando la Balada, afuera ya era de madrugada, hacia calor y el cielo estaba estrellado sobre la Avenida Santa Fe.
No habían pasado más de 24 horas, la Balada ya comenzaba a ser leyenda y nadie se acordaba de la canción que había ganado el Festival.
Fecha de Publicación: 28/12/2020
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