¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Martes 21 De Marzo
“Yo soy parte de mi pueblo y le debo lo que soy… ¡¡¡Hablo con su mismo verbo y canto con su misma voz!!!” era la carta de presentación de Alberto Castillo en clubes, carnavales, teatros y calles a lo ancho de la Argentina del peronismo, y los “grasitas”, su audiencia bullanguera, deliraban hasta el éxtasis. Fue un fenómeno de masas superador a Carlos Gardel, en la apoteosis del tango de los cuarenta, kitsch reivindicador de las tradiciones tangueras, quien más hizo para que el cantante brille delante las Orquestas Típicas, y puso cuerpo y arte para la llegada de los cabecitas negras al bailongo nacional. Para Aníbal Troilo era el único cantor de tangos que nunca desafinó, Pichuco que tuvo a los mejores como Edmundo Rivero. Y que no cantaba “Ninguna”, letra de Homero Manzi, porque Castillo la había entonado inigualable decía, justamente con la orquesta del Bandoneón Mayor de Buenos Aires en la película “El tango vuelve a París” (1948), continuación de una de las cintas más taquilleras del cine argentino estelarizadas por Alberto, “Adiós, Pampa Mía” (1946) Cada película suya se estrenaba en las salas céntricas, y en los miles de cines de barrio y pueblos, a pedido expreso de Castillo. Con la ilusión de un amanecer feliz, los brazos abiertos de Alberto recibían a la multitud, como el General en la Plaza.
Cuando alcanza el pico de popularidad Castillo, en el tango confluían el ímpetu de la juventud, los mejores compositores y, por cierto, un tinte que revalorizaba la cultura popular, aunque sonara anacrónica, y el nacionalismo. Alberto emergería en esos cruces como el paradigma y la excepción, ampliando su influencia de puesta en valor a la música rioplatense, el candombe, a principios de los cincuenta. Nacido en el seno de una familia acomodada del barrio porteño de Floresta, bajo el nombre de Alberto Salvador de Luca el 7 de diciembre de 1914, siguió el mandato de las primeras familias inmigrantes, “m´hijo é dotor”, y se recibiría de médico, especialista en ginecología, en la Universidad de la Plata. Castillo admitía que terminó la carrera para casarse con Ofelia, madre de sus tres hijos, porque los padres de ella no querían que la “nena se case con un cantor de tangos” Desde los diez años alternaba en los clubes y parrilladas del barrio como primera voz, cuando más que cantores existían estribillistas, y desde 1934 en las orquestas de Julio De Caro, Augusto Pedro Berto y Mariano Rodas, con el alias de Alberto Dual o Carlos Duval.
Alejado unos pocos meses por la carrera universitaria, en 1939 ingresa en la Orquesta Típica Los Indios, que dirigía el dentista-pianista Ricardo Tanturi, para muchos el mejor momento musical de su carrera, puliendo “recursos como la certera prolongación de vocales, algunas leves exageraciones, y juegos con la coloratura y la intensidad de su voz. Hasta pareciera que por momentos se independizase del tempo del conjunto que lo alberga”, analizaba Jorge Göttling. “Recuerdos”, Noches de Colón", "Muñeca Brava” y "Así se baila el tango”, “Así se baila el tango!/Sintiendo en la cara/La sangre que sube/A cada compás;/Mientras el brazo,/Como una serpiente,/Se enrosca en el talle/Que se va a quebrar” son los primeros éxitos de un ídolo que huele a malvones de zaguán, pizza y moscato de centavos “Todo el público que bailaba lo tenía pegado a mí. Ahí noté que la gente (…) se movía de acuerdo a las inflexiones de mi voz. Si yo hacía un staccato, la gente hacía cortes y quebradas. Y si hacía un ligado, aprovechaban para acercarse a la pareja. Entonces me dije a mí mismo: ¿Qué estoy buscando…?”, reflexionaba Castillo en una nota de Göttling, reproducida por Ismael Canaparo en semanariodejunin.com.ar
En 1943 Castillo se lanza solista, acompañado por los brillantes músicos Emilio Balcarce, Eduardo Rovira, Enrique Alessio o Jorge Dragone, y será el termómetro del calor popular, en recintos hirviendo de cuerpos danzarines. Castillo vestía traje gigante cruzado, el pañuelo estrafalario en el bolsillo derecho, el nudo flojo de la corbata, caricatura de los petiteros de Barrio Norte, y cuidado quien gritara “andá a la laburar al circo”, porque la muchachada se ponía nerviosa. A propósito, "Así se baila el tango” arranca con “Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas –aristócrata-”, un grito del 17 de octubre de 1945 editado en miles de discos en 1942.
Y se cortó la avenida Santa Fe, a metros de la Sociedad Rural, para escuchar el debut solista de Castillo, ese bailable que mezclaba tangos, boleros y jazz, música latinoamericana y folklore, las tres pistas repugnantes y monstruosas en la versión oligárquica de Julio Cortázar de “Las puertas de cielo”, “Bestiario” (1951) El escritor, que daría un giro a tendencias populares recién durante la estadía parisina, colaboraba en la revista Sur de Victoria Ocampo, caldo de cultivo del horror a los “cabecitas negras”, “la mera delectación del mal gusto y la canallería resentida explican el triunfo de Alberto Castillo…La diferencia del tono moral (sic) que va de cantar “¡Lejana Buenos Aires/qué linda has de estar!” como la cantaba Gardel al ululante “Adiós Pampa mía” de Castillo da la tónica (sic)…no sólo las artes mayores reflejan el proceso de una sociedad”, enfatizaba en 1953, un artículo que incluyó en los sesenta en “La vuelta al día en ochenta mundos”. Pero este juicio peyorativo no sería exclusivo de las clases altas y medias, y los intelectuales orgánicos, sino que se extendía en los mismos pares, los tangueros, que repetían de ese “payaso”, “demagogo, que se parodia a sí mismo y hace culto del mal gusto”, en palabras de Manuel Adet para el diario El Litoral. “Chabacano” y “arrabalero” eran otros de los motes despectivos, curiosamente que compartió solamente en el género con Carlos Gardel.
En los cincuenta, a medida que profundiza la veta de poeta del tango, poco conocida, “Dónde me quieren llevar”, “Muchachos, escuchen” y “Yo soy de la Vieja Ola” y, la inmortal, “Así canta Buenos Aires”, “Así canta Buenos Aires su canción,/De alegrías y esperanzas,/Que acaricia las barriadas,/De malvones perfumadas/Su emoción”, algunas letras famosas, firmadas con el seudónimo de Riobal, sumaría una orquesta de negros candomberos, con el bailarín Charon (Osvaldo Sosa Cordero), tan ídolo en las calles como Castillo. El ritmo y frenesí, movimientos pélvicos de Castillo a lo Elvis Presley, criticados por los puritanos de aquí y de allá, convulsionaban en "Siga el baile", el "Baile de los morenos", "El cachivachero", o su tema "Candonga". Para las mayorías El Cantor de los Cien Barrios Porteños era la voz de su Luna, a dónde apuntaban los deseos por primera vez de los sectores más postergados.
La caída del peronismo en 1955, y el cambio de gustos de los jóvenes, relegó al artista de la Vieja Ola a circuitos reducidos, que siguieron fieles a la imagen cosechada en el cine, "Por cuatro días locos" (1953), "Ritmo, amor y picardía" (1955), "Música, alegría y amor" (1956) y "Luces de candilejas" (1958) en estas tres últimas con la rumbera Amelita Vargas, ampliaron el repertorio a los sones latinos. Pero Castillo nunca abandonó el tango en vertiente popular, en las orquestas de la últimas etapas, Ángel Condercuri hasta 1965, luego Osvaldo Requena, “Hacéme la gauchada/te lo suplico, hermano,/mándame “Mano a mano”,/grabado por Gardel”, en “Aquí falta un tango” Si Castillo era el recordatorio de una etapa supuestamente feliz del país, Julio Sosa cantaba la presencia proscripta del partido mayoritario.
Olvidado el Payaso o Tambor del Arrabal durante décadas, había Castillo registrado casi 300 temas, gemas en su voz afinada como “Anclao en París” y “A media luz”, refugiado en cantinas de tercera selección y lánguidos programas de rescate emocional, los noventa devuelven una imagen algo gastada del Cantor de los Cien Barrios Porteños pero con los tonos justos que volverían a mover las patitas. Primero con Los Auténticos Decadentes y el éxito repetido en 1993, casi medio siglo después, los nietos de aquellos abuelos, que piden que “Siga el baile, al compás del tamboril” Se inaugura en su honor una minúscula plaza en Villa Luro, inversamente proporcional a la magnitud de un artista del pueblo. La Fundación Konex lo distingue, “uno de los mejores cantantes de tango de la historia en la Argentina”, y en un homenaje post mortem, Juan José Campanella en “Luna de Avellaneda” (2004) incluye un Castillo que acude atender un parto en una kermesse. Alberto fallece el 23 de julio de 2002, unos meses antes había finalizado una exitosa gira por los Estados Unidos, éste verdadero primer trabajador del espectáculo. Opa, opa, opa, compañero, que la fiesta no decaiga.
“Yo soy una necesidad. No soy imprescindible, porque no soy ni el pan ni los fideos. Pero soy necesario, transmito. El público me va a ver buscando algo y yo se lo doy. Algo simple, fácil. Lo mío no es adusto ¿Te das cuenta de lo que te digo? Yo causo euforia ¡A ver si soy como esos que tocan el tango para ellos! ¿Piazzolla? Se fue demasiado. No hay que tocar para después, hay que tocar para ahora. Emocionar. Y él hace pensar…Yo triunfé porque canto como vos y como quieren cantar todos cuando se están bañando. A mí me cargaron mucho, decían que era un payaso ¡No señor! Si lo hago, por algo es. Yo asocio cada palabra con un gesto, coordino la inflexión de la voz y el movimiento muscular ¿O las manos no hablan? Y nosotros, los que tenemos la tanada, para qué te cuento ¡Yo tengo un tío que si le atás las manos no puede hablar!” a Julio Lagos en revista Gente, octubre de 1965.
“Más que un cantor, Alberto Castillo es un símbolo. Acaso sin proponérselo, buscó una ubicación en la que no importaba tanto su capacidad vocal como su carácter emblemático. ..Los advertidos encontraron en él una voz de buena afinación y un tono cachador, zumbón, un arrastre en el fraseo y una exageración gestual que lo alejaba de los estereotipos al uso y lo miraron con simpatía. Al menos era distinto del cumulo de imitadores de Gardel que proliferaban desde el accidente de Medellín…En lugar de pretender reflejar la realidad, mostrarse como un universitario que cantaba, y consecuentemente, en el mejor de los casos, atildar su vestuario de acuerdo a los cánones burgueses, eligió el camino del desclasamiento. Se disfrazó. Vistió trajes azules de telas brillantes, con anchísimas solapas cruzadas que llegaban casi hasta los hombros, el nudo de la corbata cuadrado y ancho, en contraposición a las pautas de la clase media elegante que lo aconsejaban ajustado y angosto. El saco desbocado hacia atrás, y un pañuelo sobresaliendo exageradamente del bolsillo. El pantalón de cintura alta y anchas botamangas completaba el atuendo, que era más desafío que vestimenta. Desde otro ángulo, el boxeador José María Gatica se exhibía de manera parecida en abierta oposición a las normas del buen gusto pequeño-burgués”, por Horacio Salas en “El Tango” (1995)
Imágenes: Buenos Aires.gob / Fundación Konex
Fecha de Publicación: 08/12/2021
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