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Buenos Aires - - Lunes 04 De Diciembre

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Veranitos porteños: igual, lo que mata es la humedad

Los veranos en la ciudad tienen una larga tradición. En una temporada estival con el 75% de los porteños sin salir de la General Paz, manguerazos del pasado alivian.

Historia
 veranos en la ciudad

Un 11 de diciembre de 1918 el presidente Hipólito Yrigoyen, y el gabinete completo, presidieron la apertura de una de las obras más esperadas por los porteños por décadas. Aún quedaban impregnados en los cuerpos los calores de las elevadas térmicas del novecientos, unas que obligaron a la municipalidad a prohibir los urgentes baños en el río debido a la desnudez de algunos y algunas. Durante la gestión de Benito Carrasco (1877-1958) en la dirección de Paseos se decidió que al fin Buenos Aires recuperara el río. Un puerto sin salida al mar. Y José Quartino, el ministro radical de Obras Públicas, completó las obras del Paseo de la Costanera Sur, que incluía no sólo las actuales pérgolas y jardines sino que canchas de fútbol y tenis gratuitas. Cien mil personas, la bendición del monseñor Alberti, el himno y veintiún cañonazos, gala y pompa, y miles de chapuzones instantáneos que inauguraron el primer balneario oficial porteño, antes del Balneario de Núñez.  Carrasco, un discípulo del paisajista Carlos Thays, alarmado advertía a la prensa, “dejemos establecido que el nombre que designa Balneario Municipal es inapropiado…no es un balneario en el sentido estricto de la palabra, sino un paseo provisto de algunas modestas y reducidas instalaciones para los bañistas…es un “paseo de la costa”” Los porteños no escucharon con la malla puesta. Y en la vera del Río de la Plata creció un complejo recreacional y turístico, con deslumbrante restaurantes y tablados de espectáculos, y que fue semillero de grandes artistas como José Marrone y Mariano Mores. Hasta bien entrados los setenta aún los bañistas mojaban sus partes con “la calor”. Contaminación y dictadura militar volvieron a negar las fuentes acuíferas de los porteños. En los dos mil nuevas intervenciones urbanas trataron de devolver el brillo al Paseo de la Costanera, ahora impulsadas por los inversores privados del flamante barrio de CABA, Puerto Madero. Un cachito de su alma popular retornó entonces con las multitudes visitantes al paseo y la Reserva Ecológica.Pero la fresca, la real fresca, el alivio en las aguas de la madre Río de la Plata, quedó en las anécdotas de abuelos y abuelas.

Desde el primer chapuzón del 18 a las playas de arena, y sillas de plástico, disponibles en los espacios públicos actuales, los porteños asistimos a varias propuestas para mitigar las altas temperaturas. Y ofrecer alternativas recreacionales a quienes optan, voluntariamente o indefectiblemente, a  vacacionar en la ciudad. Los vaivenes de la Costanera Sur sirven de ejemplo de los alcances de las iniciativas públicas, y privadas, que intentaron remediar esa sensación contra la cual nada se puede hacer. Porque si hace frío me emponcho, uso medias triples, pero en el calor no tenés qué sacarte -a menos que acampés bajo un aire acondicionado, claro.  

Es cierto que fue una preocupación desde el comienzo para los gobernantes argentinos residentes en una ciudad colonial asfixiante y aplastante, según los primeros cronistas y viajeros al Plata. Sarmiento puede considerarse el precursor en dar un respiro a la ciudad, con sus política de plantación masiva de árboles en barrios, prototipos de barrios parque, y, en especial, el Parque Tres de Febrero “en medio del asombroso desarrollo de la ciudad échase de menos un parque que dé a la población tan grande ornato y comodidad que el Bois de Boulugne, el Hayde Park o el Central Park de New York ofrecen al pueblo. La provincia posee tierras, felizmente, en uno de los suburbios del vasto territorio que el tirano -Juan Manuel de- Rosas monopolizó consagrando fondos públicos a rodear su morada de una extensión desierta y para su servicio sólo, lo cual recayó en el dominio público, reintegrando al Estado los caudales que había defraudado” decía el prócer sanjuanino ante el Congreso de la Nación. Resistida  la iniciativa en su momento, en una discusión interesante a la distancia por muchos argumentos supersticiosos y prejuiciosos que luego se escucharon en las instauraciones del Parque la Memoria y la Ex Esma, el higienista y escritor Eduardo Wilde, causalmente pariente de quien fuese el creador del primer parque porteño, brinda el aval científico sobre la viabilidad del proyecto y el presidente Avellaneda lo inaugura con una asistencia de diez mil personas, la tercera parte de la población porteña. Hoy el primer pulmón de la ciudad, junto a sus gemelos de Parque Avellaneda y Parque de la Ciudad, reciben a miles de familias que huyen hacia el verde apenas trepa la rampa de los treinta grados.

 

Me saco el saco y no me pongo el pongo

Si bien la última década registra térmicas cercanas a los 40 grados, y las alertas naranjas se activan, calor, lo que se dice calor extremo, es registrado en contadas veces dentro de la historia ciudadana. Hablamos de cuando la aguja supera los 40 grados. Desde que existe bases estadísticas a partir de 1872, por una medida del presidente Sarmiento que crea el Observatorio y Oficina Meteorológica, a cargo del norteamericano Walter Gould Davis, solamente se computan cinco oportunidades que superan una marca sofocante. El 24 de enero de 1923 se experimenta el primer récord con 40 grados a las tres de la tarde y los porteños acuden en malón a la Costanera Sur y Palermo. Los diarios de la época testimonian plazas y paseos colmados y una desabastecimiento de hielo, un objeto de lujo hasta la llegada de las heladeras hogareñas en los cuarenta. La fábrica de hielo de Bieckert, la primera del país instalada en 1860, trabajó a destajo durante una semana entera. Ya para el 18 de enero de 1943, un décimas encima de los 40, los porteños contaban con algunos refrigeradores, pocos en verdad, y ventiladores eléctricos de todo tipo, incluso a pilas. Mejor que en 1935 que el observatorio de Villa Ortúzar alertaba un infierno de casi 41 grados a las cuatro de la tarde y, en cifra histórica, se llegó a superar el millón de litros de agua en un día.

Similar fue la situación en 1995 cuando acarició los 41 grados nuevamente aunque nunca la ciudad vivió el manto incendiario del 29 de enero de 1957. Para coronar un mes que superaba a diario los cuarenta ese día se clavó en 43.3 grados “La población de Buenos Aires” -rescata José Luis Scarsi en el diario Clarín- soportó ayer un día agobiante con una temperatura máxima de 43.3 grados, baja presión y alto índice de humedad ambiente, circunstancias que contribuyeron para dar al episodio carices dramáticos. Los distintos servicios asistenciales debieron prestar ayuda a 95 personas que sufrieron los efectos del calor, 15 de las cuales se encontraban anoche graves y once fallecieron en esta capital” Policías inusualmente de camisas, oficinistas de remera musculosa y pantalones arremangados, empleadas de vestidos casi transparentes, en una jornada en que lo conurbano tuvo picos de 45 grados. Este récord histórico nunca más repetido, que hizo que las tradicionales Confiterías El Molino y La Helvética expendan miles de botellas de bebidas sin alcohol y cervezas frente a menos de diez cafés, produjo innumerables cortes de agua y electricidad en diversos barrios. Afortunadamente el día siguiente registró una baja de casi veinte puntos, también una de las diferencias mayores de la historia argentina.

Por suerte la humedad se mantuvo en estos días inflamables por debajo del 30% y, lejos, del promedio histórico del 60% de Buenos Aires. Porque con la humedad promedio, la sensación térmica, aquella que viene con el aumento de la humedad y la imposibilidad de evaporación del sudor, el verdadero refrigerante natural, nos hubiese llevado tranquilamente a los 55 grados. Y estaríamos entre los primeros del mundo como California con 56.7 en 1913, o Al´ Aziziyah, Libia, con 57.8 en 1922. En el país, el récord de temperatura cumplió cien años: la cordobesa Villa María en 1920 marcó 49.1. Así que porteños, como se repite en tus veredas con letanía tanguera, lo que mata es la humedad nomás.

 

Pintaron las quintas (para pocos)

Antes que el miniturismo fuera una opción de los porteños a mediados de los sesenta, y la explosión del camping, las famosas escapadas a menos de cien kilómetros, las casas quintas antecedieron las ganas de un poco de verde. En 1869 se informaba un nuevo servicio de ferrocarril, “viajes hasta  Floresta y ofrecerá comodidades a los que piensan ir a veranear al lindo pueblo de San José de Flores” Eran los tiempos en que para un viaje hacia el oeste, o el norte hacia San Isidro, se despedía a la manera de una travesía en el Transiberiano.  Con las llegada aluvional de los inmigrantes, y las consecuencias de la Fiebre Amarilla, florecieron las quintas de la aristocracia en Flores, Floresta y Belgrano, siguiendo el ejemplo de la Quinta de Fair Mackliney, hoy Parque Lezama. Prestigiosos paisajistas europeos ganaban el doble que en París adornando los solares verdes de veraneo desde San José de Flores a Lomas de Zamora y San Isidro.  Justamente en Flores, al lado de la plaza, estaba la quinta de los Güiraldes, espacio de veraneo habitual de Carlos Pellegrini “Rodeaba a la casa un extenso parque “ -señala Oscar Troncoso- en el que abundaban flores raras, árboles y plantas importadas, a cuya sombra, en cómodos sillones de mimbre, los huéspedes tomaban el té con sabrosos pastelitos caseros mientras conversaban durante largas horas sobre los hechos de la familia, de la zona, del país”, cierra la semblanza de una quinta deslumbrante que competía en lujos con las cercanas de Escalada y Terrero. De aquel tiempo de tardes arboladas,  y apacibles vergeles a veinte minutos de Plaza de Mayo, subsiste únicamente la colonial casa de Marcó del Pont, frente a la Estación de Flores. Las clases medias que llegaron al barrio en el novecientos imitaron a menor escala las casas con jardínes y, aún, algunas perfuman las caminatas del porteño desprevenido. Al igual que las chicas de Flores de Oliverio Girondo.

El poeta Rafael Obligado, quien disfrutó de la gigantesca quinta de Catalina Rodríguez Peña de Cazón, una que ocupaba varias cuadras de la actual avenida Callao hacia el río, cantaba con nostalgia, “Oh campestres paseos/Oh manjares/Jamás llorados cual se debe ahora/Oh sencillez antigua y bienhechora,/salud un tiempo de los patrios lares/Oh mi dulce porteña, amada mía/Ya no hay violetas ni silvestres moras/huyeron ya de la niñez las horas/dulces y alegres cuando Dios quería” Más bien fueron ordenanzas de Torcuato de Alvear que empezaron a erradicar las quintas céntricas a partir de 1880. Y el piquete del progreso.

Varios parques de la ciudad, Parque Rivadavia, la antigua quinta de los Lezica que conserva algo de la gloria de la vieja noria en la actual fuente seca, o parque General Paz, con su laguna artificial creada por el sobrino de Cornelio de Saavedra, Don Luis, recuperan además relevantes datos de la historia ecológica porteña, en su árboles centenarios y diversidad en flora.   Y, más que nada, los sentimientos de generaciones de porteños que se escapan de las implacable térmica y desean unas felices vacaciones en la puerta de su casa.

 

Fuentes: Bellochio, M. Costanera Sur. Días de balneario, noches de varieté. Buenos Aires: Ediciones BP. 2004; Scarsi, J. L. Veranos porteños en revista Todo es Historia nro. 474 Enero 2007. Buenos Aires; Troncoso, O. Juegos y diversiones en la Gran Aldea en La vida de nuestro pueblo Volumen 1. Buenos Aires: CEAL. 1982

Fecha de Publicación: 29/12/2020

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