¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Jueves 01 De Junio
A los 33 años, José de San Martín era un experimentado teniente general de la Corona española, que había servido en la infantería, la caballería y hasta la marina. O sea que conocía muy bien la cara de la muerte. Mientras custodiaba la Casa Real en Madrid, se produjo la caída de Fernando VII y violentos motines sacudieron la capital de un imperio que moría. Acorralado con sus hombres en una casa, un cañonazo vuela por los aires la puerta, él queda sepultado y su capitán intenta huir por los tejados. En vano. Fue masacrado por la turba. Desde ese día quedó en la memoria del experimentado militar, ajeno a las pasiones políticas, una aversión a las matanzas sean por la causa que sean.
A lo largo de su paso en América del Sur, increíblemente de una década nomás, San Martín demostró sobradamente principios humanistas. Y que las muertes debían ser evitadas a toda costa, incluso la de sus enemigos, sus excamaradas realistas. Cuando en las primeras victorias en Chile, en especial tras la decisiva de Maipú, que fue el vendaval americano que retumbó hasta la Venezuela de Simón Bolívar, se esparció el rumor de que se ajusticiaba a los prisioneros en el campo de batalla, San Martín en persona dejó en claro el trato humanitario en el conflicto. Todos los españoles capturados fueron atendidos como es debido, una preocupación que ya había demostrado el Libertador en Cuyo con los presos, y puestos en libertad aquellos que quisieran volver a España.
Otro ejemplo de piedad fue la orden de no ejecutar por traición a los pérfidos hermanos Juan José y Luis Carrera, unos aristócratas chilenos que jugaban a su favor en medio de la contienda independentista. Detenidos en Mendoza cuando intentaban pasar hacia Santiago, ya habían provocado el retroceso de la revolución chilena de septiembre de 1810 con sus intrigas y vanidades personales. Lamentablemente para ellos, el pedido del patriota argentino, apoyado incluso por Bernardo O´Higgins, enemigo político de los Carrera, llegó tarde y se cumplió la sentencia firmada por Bernardo de Monteagudo. Otra anécdota chilena de la bondad del gran capitán es cuando sus leales interceptaron unas comprometedoras cartas de adinerados chilenos que apoyaban al general realista Mariano Osorio, tras la derrota americana en Cancha Rayada. Cuidadosamente, una por una, San Martín quemó las cartas en la soledad de sus leños, y nunca nadie supo quiénes habían sido los autores.
Incluso antes de llegar al Perú, un grupo de españoles liberales masones se dirige a San Martín reconociendo sus “buenos principios humanistas” y esperanzados con que “vos unáis a los hombres virtuosos de ambas partes, y que todos marchen bajo unas mismas banderas a combatir el despotismo”. Su campaña en tierras incaicas, que se inició con negociaciones con el Virrey Pezuela para evitar derramamiento de sangre, y proclamas al pueblo peruano con el fin de generar apoyo, consiguió la entrada a Lima en 1821 sin un disparo. A los más de 4000 soldados argentinos y chilenos, una cifra mucho menor a los efectivos rivales, les recordó que no llegaban a conquistar una tierra extraña, sino que a liberarla. Y castigó severamente cualquier acto de rapiña o maltrato durante sus años de Protector del Perú. Pero la realidad lo volvió a golpear cuando el pueblo indígena de Cangallo, leal a la Revolución, fue arrasado hasta sus cimientos por las órdenes de José Carratalá, un sanguinario español especialmente cruel con los nativos. Inmediatamente comprendió, en diciembre de 1821, que necesitaba acabar con estas injusticias y su decisión de aliarse a Bolívar fue inevitable. Lamentablemente, el homenaje porteño a estos héroes indígenas, que fue instituído en una calle por un rival enconado de Bernardino Rivadavia, quedó en el olvido cuando Cangallo pasó a llamarse Teniente General Juan Domingo Perón en 1984, salvo en unas pocas cuadras de Parque Centenario.
Pensar en el San Martín guerrero es una invención autoritaria que tiene menos de cien años. Durante el siglo XIX suscitaba todo tipo de polémicas, incluso algunos lo llamaban “soldadote” o “político por necesidad”, aunque otros afirmaban claramente la dimensión humanista, como aparece en la primera biografía escrita al Libertador, obra del chileno Benjamín Vicuña Mackenna: “Las campañas de San Martín son sin batallas. Ha hecho la guerra sin lágrimas ni sangre como Washington”. Fue en 1930, con el derrocamiento del segundo Gobierno de Hipólito Yrigoyen a manos del General Uriburu, que la “hora de la espada” borraría la escala humana, y fraguaría el bronce. El último intento de transformar a San Martín en prócer laico, que sea “un moralista en acción” aquejado por sus dolencias y no un súperhombre, tienen su canto de cisne en El Santo de la Espada, de Ricardo Rojas. Todas las menciones al liberalismo del general fueron omitidas, ni hablar de sus vínculos con la masonería, la enemiga mortal del nacionalismo católico. Un movimiento reaccionario que se solidificó con el golpe de los militares de 1943, y la glorificación militarista del peronismo en el centenario del fallecimiento del Padre de la Patria. Incluso desaparecieron en los cincuenta las imágenes de aquel exiliado europeo de levita, que rehuía con amargura de las luchas entre sus hermanos. Y, finalmente, el metal acalló el alma sanmartiniana.
Fuentes: Cibotti, E. Sin espejismos. Versiones, rumores y controversias de la historia argentina. Buenos Aires: Aguilar.2004; Levene, G. Historia Argentina. Buenos Aires: Editorial Campano. 1967; Ternavasio, M. Historia de la Argentina 1806-1852. Buenos Aires: Siglo XXI. 2009.
Fecha de Publicación: 17/08/2020
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