Ser Argentino. Todo sobre Argentina

Roca. Los amores de Don Julio

Un seductor en la política y en la alcoba, Julio Argentino Roca causó escándalos en la pacata Buenos Aires de fin de siglo XIX. Un Zorro suelto y enamoradizo.

Varios de nuestros próceres han tenido una intensa vida amorosa, en una sociedad que dejaba los moldes de la aldea y construía ciudades. Allí Justo José de Urquiza y sus veintitrés hijos, y su tácita poligamia, o Sarmiento, que prolijamente enviaba sus gastos en prostíbulos parisenses al gobierno argentino. Julio Argentino Roca, dos veces presidente, e ingeniero del Estado Nacional, no quedó a la saga. Raptos de doncellas en Tucumán, amores con la esposa de su mejor amigo, o la importación de una condesa europea para su estancia en la vejez, hubieran sido tapas de revistas del corazón, en caso de existir en el siglo XIX “Tengo cada vez más vivo el sentimiento de la nada y de lo efímero de las cosas de la vida”, escribía un otoñal teniente general en el sosiego de sus infinitos campos. Sus intensas relaciones dan cuenta de cuánto gustaba al denominado Conquistador del Desierto, conquistar las cosas del querer, Roca, un Don Juan para la Generación del 80.     

Antes de conocer a su esposa legal, Clara Funes en 1872, el joven Julio Argentino había sido blanco del repudio de la aún colonial sociedad tucumana. Debido al affaire con Ignacia Robles. El presidente Sarmiento por las actuaciones destacadas de Roca en la Guerra contra el Paraguay, pero especialmente por convertirse en el brazo armado del Estado Nacional contra las montoneras desde Buenos Aires a Salta, persiguiendo al último caudillo Felipe Varela y poniendo en caja al gobernador Sixto Ovejero,  le  otorgó el comando de los Regimientos 6 y 7. Su cuartel general era en Los Laureles, Tucumán. Y cada tanto se paseaba orondo, con sus acerados ojos azules y un envidiable porte, por las calles de San Miguel de Tucumán. Con 26 años y decenas de medallas. Para la calma chicha provinciana, Roca era una celebridad, que además, actuaba de célebre en agasajos y tertulias. El mundo estaba a sus pies, y ni hablemos del futuro, Zorro. El objeto allí de deseo era Ignacia, una modosita quinceañera. La acérrima contrincante, la madre, que objetaba las lascivas miradas del futuro general, y lo consideraba un monterisco, un mujeriego que destruiría a la familia tradicional de los Robles.

Una noche Julio Argentino no aguantó más y raptó a Ignacia. Sí, el dos veces presidente de los argentinos, uso la ley del garrote, en medio de una fiesta. Durante una semana convivió con la muchacha. Pasaron los días, la joven volvió con la familia, pasaron los meses, la muchacha avanzaba en su embarazo. A todo esto, Roca es llamado a Córdoba, primero en octubre de 1870, y luego a Entre Ríos a reprimir la rebelión de López Jordán, tan brillantemente que el presidente Sarmiento lo asciende a coronel en el mismo campo de batalla. La que no la pasaba brillante era Ignacia, que fue escondida por la madre, y terminó dando a luz a Carmen.

Roca jamás reconoció la paternidad pero nunca la negó, en palabras de Daniel Balmaceda. Ayudó a la niña, sin reestablecer el contacto con Ignacia, a esa altura casada con un comerciante alemán, y, en la primera presidencia, en viaje oficial, la conocería a la salida del colegio. Y después enviaba presentes constantes a Carmen, y movió sus influencias el político tucumano para que consiga trabajo de maestra. De grande, una vez fallecida la esposa de Roca en 1890, la primogénita de Julio Argentino viajaba a Buenos Aires y lo visitaba en su casa de la calle San Martín. Incluso asistió al velorio de Roca en 1914, ante la mala voluntad de sus medio hermanos, ya que Carmen era de eso que no se hablaba en la familia distinguida. Intentó Carmen en un estrambótico juicio posterior que se le reconozca sus derechos en la cuantiosa herencia, y llegó a pintarse unos bigotitos en una foto, y así probar familiaridad.  No existía la prueba de ADN. Hasta llevó a la partera, y veintisiete testigos, muchos corroboraron el rapto de la madre y los numerosos regalos a Carmen del estadista, según Félix Luna. La justicia jamás otorgó ese derecho de filiación.

 

Amigos son los amigos

De su estadía en Córdoba desde enero de 1872, el Zorro sacará dos beneficios. Fluídas relaciones con la burguesía provincial, altamente vinculado con el resto del Interior, germen de la Liga de los Gobernadores que lo uparía a la primera magistratura, y el amor de Clara Funes, hija de una de las familias más ricas del país. Rápidamente para los protocolos de la época, el 22 de agosto, se unen en matrimonio en Río Cuarto, cerca de su cuartel, y Roca se transforma en un poderoso terrateniente, con un estrella política en incontenible ascenso. También incorporando una parentela influyente, y empezando con su cuñado, el gobernador de Córdoba Juárez Celman, el presidente que lo sucedería -y traicionaría. De la unión con la joven de 18 años, tendrán seis hijos, Julio Argentino -que sería vicepresidente del fraudulento presidente Justo-, Elisa, María, Marcela, Agustina, Clara -de quien rechazaría el Zorro un pretendiente alegando que era hijo suyo con Carmen de Alvear, hermana de Marcelo T.; nadie supo si fue o no una zorrería más-, y Josefina. Una matrimonio mal avenido, por las permanentes aventuras de Don Julio, que Doña Clara prefería no enterarse, recluída en la interminable Estancia La Larga, en Daireaux, provincia de Buenos Aires.  De todas ellas, afortunadamente no conoció la que fue la gran comedilla de un país porque fallecería en 1890.  Difícil de tragar resultaría para Clara aquella con la esposa del mejor amigo de Roca, aquel que había compartido correrías en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, el héroe de la lucha contra de Fiebre Amarilla y pionero sanitarista, el Vikingo, Eduardo Wilde.

En tiempos que era ministro de Justicia de Roca, Wilde se casa en 1885 con Guillermina Oliveira de Cézar, una quinceañera hija de un poderoso estanciero y paciente del afamado médico. Roca fue el padrino de bodas. Cuentan que Wilde estaba embobado con su mujer, que era más una niña como se comportaba, con falta de los retrógrados modales de la aldea porteña, comiendo por ejemplo chocolates en las galas del antiguo Teatro Colón a boca abierta. Una vez terminado su ministerio, Wilde y señora emprenden un viaje por el mundo, que insume ochos años. Y a la vuelta Guillermina no era más la niña sino una especie de Coca Sarli que obnubilaba a los hombres, con su prominente escote. Roca, recientemente enviudado, la devoraba con los ojos y, apenas pudo, se abalanzó sobre la mujer, que tenía a una gran mente de la época a su gusto. Fueron tres años de un triángulo amoroso que preocupó a las altas esferas, con retos de su amigo presidente Pellegrini a Roca. Wilde era un hombre vanidoso y orgulloso, e hizo pecho corazón hasta que en 1893 decidió un viaje por Oriente, y alejar a los amantes. Roca se volvió cada vez más insistente, y enviaba a Guillermina costosas alhajas y vestidos. La vanidad hicieron que Wilde acepte el Departamento Nacional de Higiene en la segunda presidencia de Roca, Don Julio que solamente en mente quería tener cerca a Guillermina.

“No era solamente bella: era atrevida e independiente en sus juicios, sensata y original al mismos tiempo. Atractiva hasta lo irresistible”, ficcionaliza Luna en “Soy Roca” a un general ardiente, “tenía yo por entonces unos 50 años, pocos más o menos; ella, veinticinco. Yo era viudo y libre; ella estaba casada con uno de mis mejores amigos. Nunca nos mordió el pensamiento de que los engañábamos; más bien éramos un terceto feliz donde Wilde cumplía el papel del amigo bonachón y comprensivo. Yo era prudente y hacía todo lo posible para que no transcendería la relación”, imagina el historiador, escritor y periodista. Lo cierto que la presión social hizo que Roca envíe al matrimonio Wilde a Washington y Bruselas, aunque la muerte del padre de Guillermina ocasionó que ella retorne a Buenos Aires, sola, y pasaron un mes idílico. Una despedida porque ahí cortaron la relación. Y también significó una despedida de su viejo amigo Wilde, quien nunca más retornó al país, dolido por las habladurías. Se verían solamente el ménage à trois una vez más, Guillermina, Eduardo y Julio, en Europa en 1906,  en momentos que Roca lucía un nuevo joven amor, y el matrimonio Wilde era “un infierno” Un dato de color (sic) gentileza de Balmaceda: la estación Wilde pertenece al ferrocarril Roca.

Familia Roca - Tertulia en La Estancia La Paz, Córdoba - Enero 1905 (AGN)

A la vejez, viruela

El Zorro cumplía años y años, apartado del poder por el presidente Roque Sáenz Peña y los nuevos movimientos políticos, encabezados en el radicalismo de Hipólito Yrigoyen, pero no perdía las mañas. La zorrería era vigorosa. En ese viaje europeo de 1906, la compañía de sus hijas no fue obstáculo y flechó a una joven viuda polaca -o rumana-, con algún dudoso título nobiliario. Roca tenía 63 años. Al regreso a la Argentina, se paseaban Elena y Julio acaramelados por la Estancia La Larga, y eso escandalizaba a la familia bien y millonaria. Sus hijas se plantaron a fin de terminar una relación pecaminosa, en la óptica victoriana, hoy rutinaria con la revolución sexual, “Muchachas, no sigan más. Está bien. Reconozco que esa relación es un escándalo -hizo un silencio incómodo según su único hijo varón, Julio, y agregó- Voy a terminar con el problema de inmediato: me voy a casar con esa señora” La venas de las chicas Roca casi estallan, además porque era conocida Elena por su afición al juego y las grandes pérdidas. Otra artimaña más de Roca, ya que no cumplió su palabra, y lo más que hizo, fue construirle una casa, apartada del casco principal, a la cual se llegaba por ferrocarril. Así de enorme eran las propiedades del terrateniente Roca.

Elena fue el último gran amor de Don Julio, y permaneció fiel hasta su fallecimiento en 1914. Luego ella misma sería una rica hacendada, con las mil hectáreas que le dejó Roca en La Larga, y una impresionante cantidad de vacunos. Lo menos que podía hacer Don Julio por una mujer que lo acompañó mientras se le iban sus mejores amigos, el principal su estimable edecán, y mano franca en los enredos amorosos, Antonio Gramajo, el inventor del famoso revuelto para el general. Don Julio, un ardiente Latin Lover en lo más alto del poder nacional. Y no sería el único, Carlos Saúl.

 

Fuentes: Luna, F. Soy Roca. Buenos Aires: Sudamericana. 1989; Terzaga, A. Historia de Roca. De soldado federal a presidente de la República. Buenos Aires: A. Peña Lillo. 1976; Balmaceda, D. Romances turbulentos de la Historia Argentina. Buenos Aires: Sudamericana. 2021

ImágenMuseo Roca - Instituto de Investigaciones Históricas // Freepik

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