“Que, como en Jerusalem/La carne de los hombres también/La comieron./Las cosas que allí se vieron/No se han visto en las escrituras/Comer la propia asadura/De su hermano” recordaba a Buenos Aires un espantado Luis de Miranda, un fraile que arribó con Don Pedro de Mendoza, en un infausto verano, por la rada del Riachuelo. Venían con la ilusión de encontrar y robar al Rey Blanco, plata y oro que habían devorado antes a Juan Solís, y, de paso, curar con una exótica planta el “mal francés”, “mal italiano”, la sífilis, del potentado Mendoza. La mayor flota embarcada a las Indias hasta el momento, mil quinientos hombres, entre caballeros y mercenarios, sucumbiría no tanto por la resistencia de los querandíes y guaraníes sino por los delirios de grandeza, esos “ capitanes y jefes…eran…más soberbios que experimentados…hombres criados en regalos” Falta de planificación, una ciudad pensada como puesto militar de paso desde el río de Buenos Ayres, y bárbaros en vez de civilizados, quienes famélicos levantaron casas, una empalizada y cinco iglesias. En los porteños, en los versos desesperados de Discépolo y Spinetta, en las letras alucinadas de Horacio Ferrer y Charly García, viven esos fantasmas que nacieron de sabiondos y suicidas. Y también laten el gobernador Ruiz Galán, y el colono Juan de Burgos, que en tanto algunos navegaban río arriba deslumbrados por espejitos de colores, se arremangaron y dejaron los cimientos de las futuras riquezas argentinas, aprendidas de los pueblos originarios, el trabajo de la tierra.
Todo empezó mal y terminó peor. Así se puede sintetizar la primer fundación de Buenos Aires. En la Capitulación que se tomó con Don Pedro de Mendoza para la Conquista (sic) del Río de la Plata del 21 de mayo de 1534 aparece, “Don Pedro de Mendoza…que por la mucha voluntad que teneis …de acrecentar nuestra corona real de Castilla os ofrecéis de ir a conquistar y poblar…las tierras que hay en el río Solís que llaman de la Plata y por allí calar y pasar la tierra hasta llegar al Mar del Sur…tengáis doscientas leguas de luengo de costa de gobernación (un tercio del Continente)…sin que Nos ni los Reyes seamos obligados a vos a pagar (lo que demuestra el escaso interés por estos parajes en Europa del siglo XVI)…llevaren proveimiento y provisión (se prefirió suntuosos trajes, mobiliario y armas)…obligado a llevar a la dicha tierra un médico cirujano y un boticario (solamente vino el médico personal de Mendoza, Hernando Zamora, que lo atendía con exclusividad)…llevar eclesiásticos que instruirán a los indios en la Fe Católica…obligarlos…” firmaba el Comendador Mayor de Toledo, ni siquiera el magno Carlos V, y libraba a la aventura a un Mendoza, que era de familia noble, y que había acrecentado su fortuna personal en la violenta toma de Roma. Entre sus méritos estuvieron los saqueos, las ejecuciones a mansalva y violaciones de monjas en Italia de Francisco I. Don Pedro no solamente esperaba asentar un nuevo puerto esclavista y perseguir la quimera del reino del argentum, sino que desesperaba dar con el guayacán, un árbol tropical que decían curaba la sífilis -y que crece a miles de kilómetros del Río de la Plata. Con una salud debilitada Mendoza, aunque con capital de sobra, armó una tremenda flota de trece navíos que partieron de San Lúcar de Barrameda, y se unieron tres más en las islas Canarias, con una mezcolanza de veteranos de guerras en Flandes, nobles sin experiencia y familiares, y flamencos vinculados a la Corona, entre ellos el primer cronista del Río de la Plata, el bávaro Ulrico Schmidl. La injustificada muerte del lugarteniente Juan de Osorio, “hasta que el alma le salga de las carnes” ordenó Don Pedro, víctima de la conspiración, hizo que escribiera Diego de Mendoza, su hermano, “ojalá que su muerte no sea la causa de la perdición de todos” La mala suerte se extendería día a día, año a año, sobre esta misión que era un enigma para los españoles, quienes trataban entender el por qué el Rey había encargado a un hombre enfermo, mesiánico y sanguinario como Don Pedro.
“Quedó la gente tan disgustada con la muerte del maestre de campo Juan de Osorio que muchos estaban determinados en quedarse en esas costa”, relata con posterioridad el criollo Ruiz Díaz Guzmán, el primer historiador de la región, “fueron a tomar la boca del Río de la Plata…subieron hasta dar la playa de la Isla San Gabriel, donde hallaron a Diego de Mendoza, que estaba haciendo tablazón para bateles y barcos…fueron algunos a ver la disposición de la tierra, y el primero que saltó en ella, fue Sancho del Campo, cuñado de Don Pedro, el cual vista la pureza de aquel temple, su calidad y su frescura, dijo ¡que buenos aires son los de este suelo! De donde se le quedó el nombre…luego Don Pedro determinó allí hacer asiento…del cual media legua arriba fundó una población, que le puso por nombre la ciudad de Santa María, el año de mil quinientos treinta y seis” cierra sobre los sucesos del año de la primera fundación de Buenos Aires, aunque la fecha es materia de discusión, entre el 2 o el 3 de febrero. Tampoco hay acuerdo del lugar exacto a la vera del pantanoso y turbio Riachuelo, el “padre mitológico de la ciudad”, perdón Borges, y que puede estar entre la Vuelta de Rocha en La Boca o los altos de San Pedro, al pie de la barranca del Parque Lezama, o en el actual Puente Uriburu -como tampoco hay acuerdo sobre el emplazamiento de la segunda fundación porteña, entre el Parque Lezama, el actual Obelisco y una lejana Barrancas del Cazador, a las afueras de Bolívar.
La primera ciudadela estaba construída en forma precaria, rodeada por un muro de tierra de 150 varas por lado, y casi dos metros de alto, y una fosa con una palizada. El fuerte se levantó en una estructura de barro y paja, utilizados como viviendas, y cinco iglesias. La Espada y la Cruz eran los símbolos de la Conquista. Algo que los indios rápidamente entendieron, al principio amigables y dadores de alimentos por baratijas, y luego hostiles debido a los maltratos de los europeos.
“Los yndios me temen”
Afirman que dijo Juan de Garay unos días antes de morir a garrotazos a manos de los querandíes en Barrancas de los Lobos, en una expedición para consolidar la ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de los Buenos Ayres, y fundada por el conquistador español el 11 de junio de 1580. Habían pasado casi cuarenta años que estos suelos habían sido abandonados a su suerte, la mísera ciudad arrasada hasta los cimientos por orden real, pese a las resistencias del gobernador dejado por Mendoza y algunos colonos, que alababan la fertilidad de los suelos, en especial el maíz, y las potencialidades de la cría de animales en las extensas pampas -de los 74 caballos de Mendoza a los miles de equinos salvajes, aquellos justificaban las expresiones contrarias a despoblar del Adelantado Cabeza de Vaca. Pero esa es otra historia.
“Solamente un día dejaron de venir”, en palabras de Schmidl, “Entonces nuestro capitán don Pedro de Mendoza envió enseguida un alcalde Juan Pavón, con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios… a cuatro leguas -guaraníes en el actual Dock Sud, acaudillados por Telomian Condie-…se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento”, narra la escaramuza que originó la hambruna sin fin de la insolente ciudad, que pasaría de mil quinientos a manos de 500 en cinco años debido a la falta de alimentos, deserciones -que Mendoza penaba con la horca y cuyo cadáveres eran consumidos, “así se vido que dos hombres que se hicieron justicia, se comieron de la mitad para abajo”- y las recurrentes excursiones a remontar el litoral detrás de los fabulosos tesoros -y la cura para su mal que empeoraba aunque jamás pasó las privaciones de sus hombres debido a que ordenaba, envuelto en mantas hiladas en oro y curado por María Dávila, una diaria provisión de codornices y frutos que su guardia conseguía a riesgo de sus pellejos. Una de las expediciones más desastrosas estuvo a cargo de Diego de Mendoza que marchó con 300 infantes y 300 jinetes por el Riachuelo, armados con mallas de metal y lujosos arneses, y se toparon con mil indios, que mataban uno a uno a los asustados jinetes europeos tirados por boleadoras de sus vistosos caballos. Envalentonados, los indios sitiaron la ciudad, sus flechas con fuego incendiaban los techos de paja, y Buenos Aires era un caos de hambre, enfermedades y humo, “fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; también los cueros y los zapatos, todo tuvo que ser comido”, escribía Schmidl. Isabel de Guevara, una de los doce mujeres que vinieron escondidas entre los hombres, era de mal suerte embarcarlas según la tradición, contaba a la princesa Juana, “al cabo de tres meses murieron mil…vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los travajos cargaban de los pobres mugeres…armar las vallestas, quando algunas vezes los indios venían a dar guerra…dar alarma por el campo a vozes…” Mendoza decide remontar el Paraná a instancias de Juan de Ayolas, quien funda el fuerte de Corpus Christi -cercano Laguna de Coronda, Santa Fe-, pero fracasa y en un estado calamitoso, “lleno de gálicos y tullido”, finalmente emprende el retorno a España el 22 de abril de 1537. Moriría un par de meses después escribiéndole a Ayolas, que sería ultimado por los payaguás, “si Dios os diere alguna joya o alguna piedra, no dejéis de enviármela”Dejó en Buenos Aires al gobernador Ruiz Galán que comenzaría la agricultura en el futuro terreno bonaerense, a la manera de los indios, los cuales por cansancio, o por su habitual nomadismo, dejaron de asediar la maltrecha ciudad. Irala, sucesor de Ayolas en el Puerto de Candelaria -actual Misiones-, continúa con el proyecto original de hallar las fabulosas Sierras del Plata, hacer base en Asunción, y ordena borrar de la faz de la tierra a Buenos Aires en 1541. Inútil resultó la resistencia de Ruiz Galán y los colonos, que empezaban a revertir la hambruna con trabajo en comunidad, “Irala hizo patente entonces su fibra de caudillo. No para esperar ni para ser esclavos de la gleba en esa llanura atravesaron el océano” Y allí, nació parte del ADN de los porteños -y argentinos.
Buenos Aires, de horror y espanto
“En la negrura de las estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes”, narra Manuel Mujica Láinez en “El Hambre” de “Aquí Vivieron” (1952), “el gemido del Adelantado que no abandona el lecho, añade pavor a los conquistadores…blandiendo la espada como un demente…-sacarle de allí- desplegar las velas y escapar de esa tierra maldita…es difícil distinguir los vivos de los muertos…Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios de higos secos, pero en el interior de la choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torso…sepultarse bajo sus bordadas alegorías…les imagina, despedazados…y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde”
Fuentes: Hosne, R. Historias del Río de la Plata. Buenos Aires: Planeta. 1998; Silvestri, G. El color del río. Historia cultural del paisaje del Riachuelo. Bernal: Universidad de Quilmes. 2012; Schmidl, U. Manuscrito de Stuttgart. Buenos Aires: IV Centenario de la Primera Fundación de Buenos Aires. Talleres Peuser. 1948.
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.