¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónLa siguiente es una historia que tiene algo de mito (todas las grandes historias tienen algo de mito) y algo de cierta. Pero como suele pasar con la ficción, es más interesante si le otorgamos un completo valor de verdad. Así que vamos a contarla como si fuera indiscutible. Veamos.
El General San Martín falleció, como todos sabemos, el 17 de agosto de 1850. 30 años más tarde, en mayo de 1880, llegaron sus restos a la ciudad de Buenos Aires, donde quedarían hasta nuestros días. Se estaba haciendo caso a una cláusula que el propio San Martín había incluido en su testamento: “desearía que mi corazón fuese depositado en Buenos Aires”.
En 1826, cuando la campaña libertadora de Latinoamérica ya estaba terminando, los granaderos sobrevivientes, sin dinero para solventar su regreso a Buenos Aires, se encontraron con un patriota que puso el dinero de su bolsillo. 23 carretas y 78 granaderos se pusieron en marcha una vez más.
Llegados a Buenos Aires, se encontraron con que la mayoría de los porteños (como pasaría una y otra vez a lo largo de la historia, el caso de los ex combatientes de Malvinas es un buen ejemplo), los ignoraron por completo. Formaron en Plaza de Mayo, luego marcharon a lo que hoy es Plaza San Martín (ahí estaban los cuarteles originales del regimiento) y se quedaron esperando órdenes. Unos meses después, Rivadavia, flamante presidente, los reclutó para formar parte de la custodia presidencial. Un poco más tarde fueron puestos a disposición para la guerra del Brasil y, una vez terminado el conflicto (en 1828), se disolvió la unidad.
Más de 50 años después, el viernes 28 de mayo de 1880, cuando los restos de San Martín volvieron a tocar suelo argentino, era una multitud la que se había reunido a darle los honores: estudiantes, periodistas, miembros de la Sociedad Rural, y muchísimas personalidades que no querían perderse la ocasión (como los ex presidentes Sarmiento y Mitre y el presidente en ejercicio Avellaneda). De repente, desde el fondo, siete jinetes avanzaban al paso. Vestían uniformes gastados, descoloridos. En muchos lugares, incluso, remendados. La multitud no los reconocía. Hasta que estuvieron más cerca y ya no hubo dudas: eran granaderos.
Nadie los había convocado, no habían sido tenidos en cuenta. Pero ellos, enterados de que su jefe volvía a la patria, escoltaron el féretro desde el puerto hasta la Catedral Metropolitana. Montaron guardia toda la noche. A la mañana siguiente, desaparecieron con la misma humildad e hidalguía con la que habían aparecido.
Fue Roca quien, en su segunda presidencia, volvió a armar el regimiento y les pidió a sus jerarcas que elijan todos los días a los mejores siete hombres para que custodien la tumba de San Martín, uno de los pocos próceres argentinos que está más allá de cualquier grieta: nadie lo discute como el Padre de la Patria (y del continente).
Como cierre, les dejo un video de los granaderos. No sé bien por qué, pero cada vez que lo veo me emociona. Quizás porque me hace pensar en momentos de la historia en los que “Seamos libres, que lo demás no importa nada” no era una frase hecha sino un verdadero incentivo de vida.
Fecha de Publicación: 09/06/2020
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