¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Sábado 13 De Agosto
Muchas conspiraciones fueron atribuidas a los jesuitas a lo largo de la historia. Pero existe una razón clave por la cual se los desterró definitivamente de los dominios españoles. En marzo de 1766 tuvo lugar en Madrid una revuelta política contra un ministro del rey Carlos III: el Marqués de Esquilache, que era famoso por su falta de decoro y excentricidad. La marcha fue muy escandalosa. Participaron unas treinta mil personas, que atravesaron la ciudad de sur a norte al grito de: “¡Expulsen a Esquilache!”. Las avenidas madrileñas se atiborraron de gente indignada que, en definitiva, reclamaba por la inmensa brecha que existía entre ricos y pobres. A través de una asamblea popular improvisada en la Plaza Mayor, no descansaron hasta lograr su cometido. Esquilache tenía mucha influencia en los asuntos de la corona y preferían verlo lejos, tanto a él como a su familia.
Para tranquilizar a los plebeyos, el rey decidió cumplir con el reclamo y con otros puntos que surgieron de la misma asamblea. Pero un grupo distinto se había sumado a la marcha contra los excesos de la aristocracia. Los jesuitas decidieron aprovechar el momento para revelar la existencia de un problema más profundo. Su desacuerdo con la nobleza consistía en la desconfianza que le tenían al propio rey. El episcopado de Carlos III sospechaba que el soberano tenía intenciones de separarse de las huestes del Papa Clemente XIII. La Compañía de Jesús, con el paso del tiempo, había terminado por desarrollar una gran confianza con Clemente y vieron en él a un verdadero benefactor. Tanto creció este mutuo aprecio que los sacerdotes que predicaban en las más diversas regiones de Europa comenzaron a ignorar a sus correspondientes reyes. Por eso algunos monarcas, especialmente los de Francia y Portugal, los acusaron de reconocer en el Papa al único rey de los católicos. Pensaban que algo así podía poner al pontífice en el lugar de “emperador del mundo”. Por este motivo, portugueses y franceses prohibieron tempranamente la Orden de la Compañía de Jesús en todos sus territorios.
La expulsión de Esquilache dejó a los madrileños un poco más tranquilos, que rápidamente comenzaron a ocuparse de sus asuntos. Sin embargo, Carlos III, herido en su orgullo, lejos de cargar las tintas sobre el pueblo, centró su atención en el peligroso conflicto planteado por los jesuitas. Aunque excesiva, la proscripción definitiva de la Orden terminó teniendo una base legal: la sedición. De pronto, los sacerdotes españoles de la Compañía de Jesús fueron expulsados de su tierra en las mismas condiciones que Esquilache pero por motivos opuestos. Atravesando estas especiales circunstancias, terminaron confinados en la isla de Cerdeña. Luego fueron acogidos por el propio Clemente en el Vaticano.
Aunque parezca mentira, en el Nuevo Mundo repercutían con bastante rapidez los acontecimientos que tenían lugar en Europa. Las noticias llegaban en muy pocos meses. Cuando el edicto del rey de España se promulgó en el Virreinato del Río de la Plata, los conventos jesuíticos quedaron inmediatamente expuestos al conflicto surgido al otro lado del Atlántico.
En la actual provincia argentina de Córdoba, los jesuitas tenían entre sus posesiones una importante biblioteca con gran cantidad de libros impresos en territorio americano. Muchos eran los volúmenes que albergaba, tal vez demasiados para una biblioteca no europea. Con cuidado y esmero, los libros habían sido acomodados en espaciosos anaqueles según su contenido a través del llamado “código jesuita de higiene y ordenamiento”. Es preciso saber que en esos días los libros tenían un gran valor económico que se medía en pesos de plata.
“Los libros que leían los estudiantes de la Universidad de Córdoba se guardaban principalmente en la Librería Grande”, dice Silvano Benito Moya, autor de “Bibliotecas y libros en la cultura universitaria de Córdoba” (Scielo 2012). Aquella “librería” se hallaba en lo que es hoy la Manzana Jesuítica. Benito Moya explica consistentemente cómo se dividían los ejemplares, según el catálogo de autores, en la sala de lectura. Protegidas en una vitrina estaban todas las tesis de Santo Tomás de Aquino. En otra, se podía ver la obra del Doctor Eximius Francisco Suárez, autor de una cantidad de tratados de teología, filosofía y derecho. En una tercera vitrina se exhibía la obra completa de Ignacio de Loyola, fundador de la Orden. Destacaba entre todos los códices, la famosa “Deliberación sobre la pobreza”. También había bibliografía abundante referida a técnica, música y medicina. Pero los estudios de lenguas indígenas resultaron la verdadera debilidad de los jesuitas. Títulos como “la Lengua de los Guaraníes” o el “Diccionario Quechua” ya estaban en la mira del Virrey antes del Edicto llegado de España. Carlos Page en “la Librería Jesuítica” (Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Córdoba, Argentina 2000) da cuenta de la ausencia de bibliotecas organizadas hasta 1628. Ese año entraron a la región veinte cajones conteniendo una gran cantidad de textos encuadernados. Obviamente sorprendieron a la sociedad cordobesa de entonces. Del mismo modo, los jesuitas habían sido quienes introdujeron la imprenta en La Docta. Pero es verdad que los clasificadores de la colección de la Librería Grande corroboraron que en la biblioteca jesuita llegaron a existir algunos ejemplares dudosos. La cédula real de 1765 exigía que “no se imprima ningún libro de materia de Indias sin especial licencia del Rey de España”. Ahí, sin embargo, relucían aquellos tratados magníficos que algunos sacerdotes habían escrito sobre los indios.
Volviendo a la promulgación transoceánica del edicto de Carlos III, existió un encargado oficial enviado a Córdoba por Buenos Aires. Era el sargento mayor Fernando Fabro, que observó cuidadosamente cada uno de aquellos ejemplares como si entendiera algo sobre bibliotecas. Claro, no era necesario ser muy culto para darse cuenta de que allí existían libros que carecían del sello o de la licencia del rey de España. Fabro pidió entonces hablar con el bibliotecario. Cuando el pequeño jesuita se enfrentó a él, posiblemente quedó helado. Según escribieron quienes conocían a Fabro, su voz era estentórea, su mirada oscura y sus manos gruesas y callosas. Todo en él permitía distinguir que era un hombre duro, acostumbrado a las luchas intestinas del Virreinato.
Conscientes de los asuntos que preocupaban a sus hermanos en Europa, los jesuitas entendieron que el pedido de Fabro abarcaría mucho más. Indudablemente los estudios jesuíticos de “la Lengua de los Guaraníes” y el “Diccionario Quechua” desaparecieron tras la orden inmediata del sargento mayor. No quedó rastro de ellos. Pero las vitrinas de los autores universales también estallaron como bombas. Los hombres de Fabro llevaban bastones largos. La tremenda explosión de los cristales se hizo oír hasta la Sacristía. Los jesuitas rezaban en sus capillas rodeados de soldados. A manos llenas, el sargento mayor y sus acólitos secuestraron todo lo que pudieron. Cada libro podía venderse en las ferias vernáculas a un precio conveniente. Colecciones completas terminaron en inmensos cajones de madera. El pillaje por parte de los soldados dejó sin consuelo a los sacerdotes.
Así fueron las cosas durante mucho tiempo. Fernando Fabro terminó desintegrando la Librería Jesuítica por completo. Pero como el negocio de la reventa le resultó insuficiente, entregó los libros que le sobraron a la administración pública. Enfurecido por las magras ganancias obtenidas, organizó la más traumática persecución de la Compañía de Jesús que se había visto en todo el Virreinato. Incautó cada pertenencia temporal de los jesuitas. En 1768 los persiguió sin descanso hasta los puertos de Santa Fe y Buenos Aires. La Compañía de Jesús quedó erradicada por completo de lo que hoy es suelo argentino.
Tan grande fue la impunidad de la que gozó, que en 1769 lo denunciaron por sus excesos frente a la Audiencia Real de la Plata sin obtener resultados. Las profundas relaciones que tenía con el poder lo convirtieron en Administrador de los Bienes Temporales Jesuíticos en Córdoba hasta 1771.
Mientras tanto, regresaron a la ciudad los libros que resistieron el espolio. Después del secuestro despiadado de obras universales que tuvo lugar en la Librería Grande, casi con exclusividad los autores clásicos fueron los únicos que pudieron recuperarse. Los tratados de Platón, Aristóteles, Santo Tomás y Loyola, entre otros, aparecieron en las subastas porteñas como libros de oferta.
Carlos Page observa que por este asunto, Córdoba reconstruyó su gran biblioteca únicamente con “saldos” conseguidos en el Río dela Plata. Casi como sobrevivientes de una guerra política, que de religión tenía poco y nada, los libros, así como todos los bienes de la Compañía de Jesús en las Indias, se depreciaron tanto que finalmente se ofertaron a un precio vil. Recién llegado el siglo XXI se obtuvo un catálogo completo de aquella Librería. Los contados ejemplares que sobrevivieron a las nefastas acciones de Fabro se pueden ver aún en la Universidad de Córdoba.
Fecha de Publicación: 17/03/2019
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