¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónPocos personajes de la historia argentina son un punto de inflexión. Menos los que sirven para explicar los destinos de una Nación. Eva Perón y el volcán social que sacudió las bases de un país. Luego de ella, nada será igual. Lo mismo que Manuel Dorrego y la bandera federal que desató las interminables guerras civiles. Ambos comparten el coraje y el idealismo desmedido. Y el amor del pueblo pese a que la Abanderada de los Humildes nació en cuna de paja, y el Coronel de los Pobres en otra de oro. Sus muertes fueron un momento álgido de modelos en pugna, en el caso de Dorrego federales y unitarios, que no representan solamente ideologías, sino que eran, son, modos de vida, miradas del mundo, irreconciliables. Dorrego quiso erigirse en la alternativa, un militar letrado que podía entender el padecimiento de la chusma sin desproteger a los intereses de los ganaderos. Un oligarca, si cabe el anacronismo, que se jugaría por el federalismo republicano y americanista sin poner a Buenos Aires sobre los trece ranchos, sino como puerta y hermana de la Patria Grande. Por algo en Dorrego se cifra uno de las enigmas del ser nacional, pocos próceres tienen tantas biografías, en las últimas dos décadas diez, básicamente, cómo vivir juntos.
Viajemos al apoteótico funeral que Buenos Aires, la misma que doce meses antes le había dado la espalda, destinada al hijo pródigo, Manuel Dorrego. 21 de diciembre de 1829. La Recoleta. El Restaurador de las Leyes, el duro Juan Manuel de Rosas, está llorando para sorpresa de la comitiva. Algún recuerdo sobrevuela en sus ojos azules de cuando decide separarse del Dorrego con rumbo a Salto, perseguidos por el León de Riobamba, Juan Lavalle, un año atrás. Toma impulso el gobernador que vino a quedarse, “La mancha más negra en la historia de los argentinos, ha sido lavada por las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”, apuntaba mientras soltaba una guirnalda encendida al aire. Roja, federal. El Réquiem de Mozart sonaba desde la Iglesia de Pilar frente a la comitiva compuesta por caciques, soldados de línea, gauchos, desclasados y mendigos. Su pueblo despedía a Dorrego. El mismo que repudiaría la erección del monumento a Lavalle (1887), por la Generación del 80, frente al Palacio Miró (1868), actual Plaza de Tribunales, propiedad de los Dorrego. Hay quienes escriben la Historia, y los otros, la padecen con la esperanza de que “la historia tiene que ser reescrita en cada generación porque, aunque el pasado no cambia, el presente sí lo hace”, graficaba el historiador inglés Christopher Hill.
Nacido el 11 de junio de 1787 de padre portugués y madre porteña, la buena fortuna familiar permitió a Manuel Dorrego estudiar leyes en Santiago de Chile. Participó activamente en la revolución transandina de septiembre de 1810, anteponiendo ideales democráticos a las tendencias tiránicas de la alta sociedad local, y recibió una medalla con la inscripción, “Chile a su primer defensor”. Volvió a Buenos Aires en 1811 a las órdenes del Ejército Auxiliar del Norte, bajo la aprobación de Cornelio Saavedra. El presidente de la Primera Junta no se equivocaría, “se resuelta bravura ha admirado a nuestras tropas y aterrado al enemigo”, ponderaba el general Díaz Vélez, y tiene su bautismo de fuego de relevancia en el combate de Nazareno, 11 de enero de 1812, recibiendo heridas que no le impedirían destrozar a los realistas con el Batallón de Cazadores, en las batallas de Tucumán y Salta. El mayor estratega de las guerras de la Independencia y civiles argentinas, el general José María Paz, elogió sus competencias militares. Manuel Belgrano se adhirió aunque con reservas ante un revoltoso ahora teniente coronel Dorrego, que montó un duelo delante de él con el coronel Forest, y que se burlaba continuamente del creador de la Bandera. Por lo que recibió luego una fuerte reprimenda de otro patriota que admiraba su talento militar pero aborrecía la altanería “porteña” de Don Manuel, el Libertador José de San Martín.
Belgrano lamentaría no contar con el sable de Dorrego en Vilcapugio, una derrota inexplicable, y Ayohuma, lo saca de la cárcel de Jujuy y ordena que forme “Partidarios”. Ellos desarrollarían una exitosa guerra de guerrillas, guerra gaucha, que retomaría Martín Miguel de Güemes. Pero otra vez desinteligencias con los superiores, hablamos de San Martín en 1814, hacen que previa reclusión en Santiago del Estero, se lo destine a Buenos Aires. Dorrego es enviado al frente de la Banda Oriental a combatir a José Artigas, y recorre 500 leguas, enfrentando a los caudillos uruguayos con suerte dispar. En la retirada en Santa Fe no impide los saqueos y tropelías del ejército en venganza al caudillo pro-artiguista Estanislao López. Decide, entonces, ofrecerse para el Ejército de los Andes de San Martín en 1816, quien le responde en términos amistosos. Cuando estaba emprendiendo el viaje a Mendoza, sin la autorización de los superiores, el director supremo Juan Martín de Pueyrredón ordena el inmediato destierro. No fue por la desobediencia jerárquica sino porque desde el diario La Crónica Argentina, Dorrego un periodista filoso, se atacaba la política de prescindencia de los hermanos del otro lado del charco, que tendría a la larga la funesta consecuencia de la pérdida de un territorio -más- de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Otro de los motivos del destierro era su profunda oposición a la monarquía y la defensa de principios republicanos, que compartía con Carlos María de Alvear; ambos diametralmente opuestos en los apetitos de poder. La experiencia norteamericana, la cual llega luego de salvarse de la ejecución por los ingleses confundido por pirata en Jamaica, transformaría radicalmente su punto de vista. Allí incorporó teoría a su incipiente federalismo, además de entender el valor del orden para ejercer la autoridad, y la valorización de la democracia. Vuelto en el agitado 1820 tuvo un fugaz paso en la gobernación de Buenos Aires, elegido a fin de “reconocer la supremacía del pueblo”, siendo derrotado en El Gamonal por López el 2 de septiembre. Solicitó refuerzos a Rosas y Martín Rodríguez, que se lo negaron. Al año siguiente marcharía desterrado a Mendoza. Por asuntos mineros recorrería el Alto Perú en 1823-25, modificando el porteñismo acérrimo anticaudillo, y acercándose a los gobernadores provinciales, por algo es el diputado santiagueño de Felipe Ibarra en el Congreso que sancionaría la Constitución Unitaria de 1826.
“Échese la vista sobre nuestro país pobre: véase que proporción hay entre domésticos y asalariados y jornaleros y las demás clases, y se advertirá quienes van a tomar parte en las elecciones. Excluyéndose las clases que se expresan en el artículo, es una pequeñísima parte del país, tal vez no exceda de la vigésima parte (...) ¿Es posible esto en un país republicano? ¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones?”, enfatizaba con la moción de los aliados de Bernardino Rivadavia, los unitarios, a fin de excluir del voto a los menores de 20 años, analfabetos, deudores fallidos, deudores del tesoro público, “dementes”, “notoriamente” vagos, criminales con pena corporal o infamante, y a los criados a sueldo, peones jornaleros y soldadas de línea, “Yo digo que el que es capitalista no tiene independencia, como tienen asuntos y negocios quedan más dependientes del Gobierno que nadie. A esos es a quienes deberían ponerse trabas (...) Si se excluye a los jornaleros, domésticos, asalariados y empleados ¿entonces quiénes quedarían? Un corto número de comerciantes y capitalistas", remataría Dorrego, quien unos minutos antes defendía el derecho de las provincias ante los avances del centralismo. Y señalando a la bancada unitaria: "He aquí la aristocracia del dinero y si esto es así podría ponerse en giro la suerte del país y marcarse (...) Sería fácil influir en las elecciones; porque no es fácil influir en la generosidad de la masa, pero si en una corta porción de capitalistas. Y en ese caso, hablemos claro: ¡el que formaría la elección sería el Banco!", señalando al Banco Nacional, responsable de la emisión del circulante, que estaba conformado por intereses terratenientes pero era manejo de extranjeros (sic). Más precisamente, británicos.
“Me parece que Dorrego será desposeído de su puesto y poder muy pronto”, sentenciaba Lord Ponsonby en el fatídico 1828, cónsul inglés, cuando aún no cumplía Dorrego el año de gestión. El país en llamas que recibe Dorrego de Rivadavia en agosto de 1827, provincias alzadas y guerra contra un imperio, el Brasil, tenía tres ejes ineludibles de gestión en lo económico: la creación de recursos económicos propios contrarios al liberalismo del puerto y su Aduana, la remonta del ejército contra el Brasil y la negociación de una paz honrosa de esa guerra. Porque es cierto el descontento de las tropas línea, que habían batido por tierra y agua a un enemigo infinitamente superior, las tropas argentinas estuvieron a punto de conquistas Porto Alegre, ante una paz lamentable que entregaba la Banda Oriental. Una que había sellado Rivadavia, también ahogado por la crisis financiera, pero no Dorrego, quien en principio se negaba por considerarla “vergonzosa a los intereses de la República”. Pero en el fondo estaban aquellos que se beneficiaban con la guerra, comerciando metálico, devaluando el billete, encareciendo la vida, muchos que dirigían el Banco Nacional; y que ahora necesitaban la paz para seguir expoliando la Cuenca del Plata. Dorrego, para aumentar inquinas con sus aliados ganaderos, fijó precios máximos en la carne y el pan, siendo vitoreado por la “chusma” en la Plaza de la Victoria. Además prohibió la salida de oro y plata, molestando a los comerciantes, con el aval de Tomás Anchorena; la parte de la oligarquía que entendía que sin país, no hay negocios ni vaquitas. Como reflexionaría Juan Carlos Nicolau, “en el transcurso del gobierno dorreguista se pone de manifiesto el egoísmo con que actuaron los distintos sectores de la burguesía terrateniente…la guerra contra el Imperio no fue un elemento de unión…en esto coincidieron hacendados y comerciantes”, recordando, además, que desde el diario El Tiempo de los Varela se preguntaba “cuánto tiempo más Buenos Aires debía soportar las cargas -del país-” (sic).
El crimen perfecto, la venganza contra Dorrego que encendió la chispa de la revuelta de las caudillos, aliándose con Bustos de Córdoba, o promoviendo medidas americanistas e interprovinciales, estaba aceitado por los unitarios para diciembre de 1828. Sólo faltaba la espada sin cabeza. Juan Lavalle, quien poco antes era vitoreado en la plaza fue quien la encabezó, secundado por Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, Valentín Alsina, Julián de Agüero, Ignacio Álvarez Thomas y José María Paz. Con el golpe del 1 de diciembre vendría la retirada rauda de Dorrego a la campaña, el encuentro con Rosas en Cañuelas, que unos días antes le había escrito “quiera Dios que no sea -usted- el pato de la boda”, la derrota en Navarro, y la traición posterior del coronel Escribano y el mayor De Acha. El 12 de diciembre es entregado en Navarro y en Buenos Aires ya se sabía de su destino. El Almirante Brown y Díaz Vélez piden clemencia, implorando el destierro. En cartas que Del Carril y Varela aconsejaban quemar, y que Lavalle conservó como su cruz personal, exigían la ejecución del mandatario, “que no se pierda la ocasión de cortar la cabeza de la hiedra” Menos de una hora tarda Lavalle un luctuoso 13 de diciembre de 1828 en decidir el fusilamiento, en tanto Dorrego pide a un lloroso general Lamadrid que entregue su chaqueta y cartas a la familia, y que lo acompañe al patíbulo, acompañado por el padre Castañer. Enfrenta el fogonazo con el mismo coraje y determinación que puso a las balas realistas, o que defendió a los sectores desprotegidos en tribunas y publicaciones. Junto a él, cae la República.
Fuentes: Di Meglio, G. Manuel Dorrego. Vida y muerte de un héroe popular. Buenos Aires: Edhasa. Buenos Aires; Nicolau, J. C. Dorrego Gobernador. Economía y finanzas. 1827-1828. Buenos Aires: Editorial Sadret. 1977; Palacio, E. Historia de la Argentina. 1515-1943. Buenos Aires: A. Peña Lillo Editor. 1974
Imágenes: Ministerio de Cultura
Fecha de Publicación: 11/06/2022
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