El músico Richard Wagner, muy tempranamente se transformó en símbolo de la nueva Alemania nazi. Sus óperas revivían leyendas que en el siglo XIX resultaban muy populares. Venidas de un pasado aparentemente glorioso, retrataban incesantes enfrentamientos entre naciones y estirpes míticas para desnudar, según se suponía, un antiguo sustrato étnico capaz de unir a los pueblos germánicos. Pese a muchos de los motivos ficticios que Wagner solía retratar en sus dramas musicales, lo cierto es que con su trabajo proclamaba la unidad nacional poniendo en escena a héroes, dioses, gigantes y dragones.
Los partidarios de la construcción de un Tercer Reich, entendían que en la historia de los alemanes estaba la respuesta. Evocar tiempos heroicos podía crear nuevos héroes. Sólo necesitaban un líder surgido de las clases populares al que le interesara esta faceta de la cultura. Debía interpretar aquellos exagerados ideales de nación que venían sosteniéndose desde el romanticismo. Por supuesto, aquí es donde aparece la sombría figura de Adolfo Hitler.
Según la obra de Roy Godson, Strategic Denial y James J. Wirtz, “El desafío del siglo XXI” (edición de New Brunswick and Transaction Publishers, 2002), el poder del Nacional Socialismo Alemán debió estar fuertemente apoyado por estructuras equiparables a las de Stalin en la Unión Soviética.
El nazismo no provendría entonces de una manifestación espontánea, sino de la necesidad de ciertos estratos de la sociedad germánica, capaces de utilizar consignas y fervores populares a fin de consolidar una estructura conveniente a sus intereses económicos.
Esta es la razón por la cual Godson, Denial y Wirtz piensan que Hitler se confirió en el hombre clave de los hacedores del Reich. Una profunda aversión hacia los judíos anidaba en su discurso. Combinada con su lucha anticomunista, resultó finalmente sencillo llegar al público. Los alemanes buscaban culpables de sus desgracias. Fue así como los días de la propaganda habían comenzado.
Argentina, a pesar de estar en el hemisferio contrario, sería altamente receptiva a esta circunstancia clave de los albores de la Segunda Guerra Mundial.
Al mismo tiempo, podría ser clave observar cómo los ciclos de música wagneriana se incrementaron entre los melómanos de esta parte del mundo. ¿Estaría ahí la clave de la penetración del nazismo en Argentina?
Después de 1933 y hasta 1946, las representaciones de óperas de Wagner revirtieron el gusto porteño igualando en número a Verdi y Puccini. Basta ver la Base de datos de todas las óperas representadas en el Teatro Colón de Buenos Aires desde 1908 -temporada oficial-. El gusto italianizante típico del público que accedía al menos al Teatro Colón, desde los años 30, aparentemente se germanizó.
Refiriéndose precisamente a la temporada de 1933, “Los artistas musicales emigrados del Tercer Reich a la Argentina”, de Agustín Blanco Bazán, confirma que aún se estudian las circunstancias especiales que “permitieron al Tercer Reich aglutinar a nazis y antinazis en la organización de una de las más exitosas temporadas alemanas del Teatro Colón” (ver cita en Ciclos, Año XVII, Vol. XVI, N° 31/32, año 2007, acerca de la temporada de 1933).
Cabe decir también que el único país que mantuvo este tipo de representaciones permanentes de música alemana durante toda la Segunda Guerra Mundial, fue el nuestro.
Esta relación no es alocada. Parece que “los nazis utilizaron la ópera como una poderosa herramienta de propaganda”, según dice Stuart Braun en “Hitler y la ópera: obras épicas para demostrar poder” (DW Cultura, 2018). “Durante los mitines de Núremberg”, señala con especial detalle, “Hitler estuvo personalmente involucrado en la puesta en escena de algunas producciones épicas de Wagner”.
Sucede que Stuart Braun, tras analizar el papel del prestigioso músico en la propaganda del Reich, termina revelando que Los Maestros Cantores de Núremberg, “una odisea operística de cuatro horas y media”, se terminó convirtiendo en “la favorita de los nacionalsocialistas”. Parece que “se representó en la Ópera del Estado de Berlín con motivo de la fundación del Tercer Reich, en marzo de 1933”.
“Los Maestros Cantores” de Richard Wagner fue declarada desde entonces “la ‘más alemana de todas las óperas’ porque se ajustaba a las necesidades propagandísticas del arte nazi, retratando al maestro cantor Hans Sachs –su protagonista- como un genio creativo patriótico”. A la luz del análisis de Braun, el personaje de Sachs “trabajaba, sobre todo, al servicio de su pueblo y de la raza”.
Aparentemente, esta mezcla de música, nacionalismo y poder político, resultó una fórmula perfecta para los hacedores del partido nazi. Braun aporta más pruebas y confirma que el éxito de la pieza de Wagner resultó tan explosivo, que “la obra regresó triunfalmente a su ciudad homónima cuando el preludio del Acto III apareció en la película de propaganda nazi de Leni Riefenstahl, de 1935, ‘El triunfo de la voluntad’, que representaba el congreso del partido nazi de 1934 en Núremberg, al que asistieron cientos de miles de seguidores de Hitler”. El próximo lugar donde esta escalada propagandística se desató, aunque parezca increíble, fue Buenos Aires.
La cita sería en el Luna Park, La fecha, 10 de abril de 1938. La bandera argentina y la esvástica flamearon juntas en las altísimas gradas del Estadio Cubierto más moderno de la región, ubicado en el centro porteño. Congregando a 15.000 simpatizantes del Reich, la imagen del nazismo había logrado internacionalizarse aquí, frente al Río de la Plata. Al mismo tiempo, en nuestro primer coliseo, Sigfrido, la obra épica de Richard Wagner, surgía impactante del foso de la orquesta. Algo muy misterioso estaba pasando.
Sergio es un autor e historiador argentino que revisa los movimientos segregacionistas a través de la historia. Ha publicado entre otros libros, Los Escribas de Dios, Los Músicos de Dios, Breve Historia del Mundo y Mitos a Medias. Actualmente es docente de Pensamiento del Siglo XX en la Dirección de Cultura de la Universidad de Belgrano y escribe para Ediciones Fortnel.