Al principio, unos 9.000 años atrás, el jefe de una tribu dejó su mano izquierda plasmada en la roca. Luego hicieron lo propio sus hijos, sus nietos y las generaciones subsiguientes durante otros siete milenios. Todos dejaron su marca en el mismo lugar. Llegaron al cañadón del Río Pinturas para ofrendar a sus dioses las primicias de la temporada alta de caza con su firma: la silueta de una mano. Aún no se habían desarrollado los grandes imperios andinos de Sudamérica, cuando ya existían en Argentina numerosas tribus asentadas desde el Chaco al Canal de Beagle. Año a año se producía un peregrinaje protagonizado por ciertos caciques antecesores de la estirpe de los Tehuelches. Debían dejar la impresión de las manos en un sitio al sur del mundo, porque ahí, presuntamente, los cazadores se harían hombres por un proceso mágico que los dotaría del saber de sus antepasados.
La Cueva de las Manos es un complejo inmenso, cargado de misterio. Según se deduce de los estudios del topógrafo y arqueólogo Carlos Gradin, auspiciados por el CONICET entre 1973 y 1995, estos hombres tan antiguos habían desarrollado una técnica muy sofisticada de pintura parietal: la aerografía por estarcido. No sólo empapaban la mano en pigmento para crear una impresión, sino que soplaban la pintura con la boca. Utilizaban sangre y otras sustancias como óxidos minerales y vegetales. Por lo tanto, lo que resultaba de este proceso, era una silueta de la mano, rodeada de un halo que la hacía luminosa como los astros que ordenaban su vida. Quién sabe qué antiguos calendarios regían sus meses, sin embargo, con una periodicidad constante, en una temporada muy concreta del año, volvían a la cueva a fin de adornarla no sólo con sus aerografías, sino también con las siluetas de sus primicias y con escenas de caza sumamente estilizadas. Viendo esto, no sería una locura admitir que las secuencias temporales mediante las cuales se creó aquel lugar de culto, debieron relacionarse con los solsticios, las estaciones o cualquier otro fenómeno cósmico que iniciara la temporada alta de caza.
Por lo tanto, crear grandes murales no fue su plan original. Según establecieron los estudios de Gradin, lo que vemos hoy es una consecuencia de las acciones humanas sobre la piedra a través de grandes períodos de tiempo. Todas las pinturas fueron confeccionadas por adhesión. Esto quiere decir que el mural completo sólo se logró a través de siglos y milenios. Cada cazador, cuando volvía al complejo de la Cueva de las Manos, reconocía su aerografía y las que demostraban sus lazos genealógicos con otras tribus. Sin embargo, el objetivo de semejante ritual no tendría únicamente fines simbólicos: todos los restos arqueológicos encontrados en el cañadón apuntan a pensar que los murales también se hicieron con una finalidad didáctica. El cazador, el cacique, el príncipe, observaba entonces qué animales debía buscar y en qué momentos del año podía encontrarlos. Estudiaba las técnicas utilizadas por sus ancestros que también estaban impresas en las paredes y, finalmente, sabiendo estas cosas imprescindibles para guiar a los suyos, salía del cañadón hecho un hombre sabio. Ya entendía cómo y cuándo recoger las primicias de la naturaleza, porque la Cueva de las Manos era, en síntesis, la universidad de los cazadores prehistóricos.
La Cueva de las Manos se encuentra en la provincia de Santa Cruz, en el cañadón del Río Pinturas. Ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Se pueden ver aerografías e impresiones de manos, junto a escenas donde la fauna silvestre es la protagonista. Carlos Gradin en pleno sitio arqueológico, observando las escenas de caza. Se especula aún hoy, después de su muerte en 2002, sobre cuál era la época ideal del año para visitar la cueva en tiempos delos ancestros de los Tehuelches. Algunos estiman que el solsticio de invierno,en junio, podría ser el momento perfecto para los rituales de iniciación, a fin de que los nuevos cazadores estuvieran listos a comienzos de la primavera.