Cuentan que la inventaron los turcos y entrenaban a sus guerreros antes de las Cruzadas. Que los caballeros cristianos embelezados llevaron modelos árabes, sin plataforma, con caballos en vigas, y que giraban propulsados por caballos. Y que las escondían en castillos como un tesoro más. Fue un Rey Sol, Luis XIV, que la instaló en un palacio al Le Grand Carrousell, y terminó siendo un divertimiento familiar con la Revolución Francesa, guillotina mediante. Aún conservaba en su etimología un pasado de guerra, “carrusel" proviene del italiano "garosello", traducida al español "carosela", y cuyo significado es "primera batalla". Fue a sangre animal y humana, hubo un modelo a bicicleta francés en 1855 y argentino en La Pampa en 1922, y se renovó con la revolución de vapor y la explosión del motor a nafta y eléctrico.
Y llegó a Buenos Aires en 1867 al barrio del Parque -hoy Plaza Lavalle-, desde Alemania, con varios nombres, “merry-go-round”, inglés, “tiovivo”, español. Los porteños impusimos “calesita”, que deriva del “vamos a jugar a las calesas”, un tradicional paseo en carruaje de mediados del diecinueve que daba vueltas por una ciudad más de tierra que de empedrado. Luego vino el “ir al calesero”, en su mayoría inmigrantes españoles que fueron pioneros en esta industria del entretenimiento popular, “calesitero” y, finalmente en los diez, calesita.
Cuentan que cuando Sarmiento era Presidente de la República instalaron una calesita frente a la casa. El paso del caballo con anteojeras era acompañado con música de un organito. Agentes del orden fueron a intimar a los propietarios para que mudaran el juego familiar. Enterado el mandatario puso el grito en el cielo y les reprochó a los comedidos policías, “me parece hermoso oír la risa de los chicos cerca de la ventana”
Niños a caballo, niños a volar
Aclaremos una diferencia cara a los calesiteros de ley. En la calesita las figuras se encuentran fijas mientras que en el carrusel tenemos a las caballos que suben y bajan. Dicho esto tenemos que la primera calesita argentina fue creada por el francés Cirilo Bourrel, y financiada por un español, Francisco Meric y de la Huerta, en 1891. Funcionó en la plaza Vicente López con corceles, chanchitos y cisnes manufacturados en nuestro suelo. Para el primer carrusel argentino habría que esperar hasta 1943, cuando CUMA -Carruseles Ultramodernos Argentinos-, una famosa fábrica rosarina de calesitas de los hermanos italianos La Salvia, recibe el encargo de Sequalino Hnos para un emplazamiento en la Capital Federal, en Avenida Rivadavia e Hidalgo. Al poco tiempo es trasaldada al Jardín Zoólogico y se transforma en uno de los mayores divertimentos de Palermo. Y aún sigue girando en Ayacucho. En 1978 Oscar Lema, su último propietario, no vidente, vendió este Patrimonio Histórico Cultural de la Provincia de Buenos Aires al Club de Leones con la condición que no podía salir del país, y que debían mantenerlo en condiciones. Artistas de renombre se encargaron de embellecer esta notable pieza, con tallas del gran artesano italiano Ríspoli y biombos de ilustraciones inspiradas en el dibujante Rodolfo Dan, en largas jornadas en la Sociedad Rural, antes de su destino a 240 kilómetros de su punto de inauguración.
Sequalino Hermanos funcionaba en la calle Alvear de Rosario. Era un atractivo más del barrio con su caballo de madera en la entrada y que desapareció con la fábrica en 1984. Juan, Andrés y Roberto Sequalino fueron los propietarios, y con ellos trabajaban Ríspoli, Russo y Herminio Blanco. Producían calesitas impulsadas a energía eléctrica aunque aún en los treinta vendían modelos a caballo para “los pueblitos perdidos” Ningún niño argentino se quedaba sin su vuelta. Y tampoco en los países del continente porque exportaban a Perú, Paraguay, Brasil, Uruguay y Chile.
En 1936 se incorpora a la industria Carlos Di Gregorio, que empieza a tallar una versión de caballos más realista que la europea con ojos saltones y redondeados. Salían a cabalgar verosímiles pingos argentinos de madera en las manos de las niñas y niños, que también disfrutaron antes que nadie en el mundo de la sortija, otro invento nacional. Campo y Ciudad se hermanan en la calesita con la sortija que retoma el juego de los gauchos.
Una de las características de nuestras calesitas es el espíritu nómade. Son varias que van de acá para allá, por ejemplo la que actualmente entretiene en el porteño Parque Avellaneda antes giró en Misiones y Santa Fe. En Buenos Aires un motivo primerizo fue una ordenanza de 1919, con cláusulas restrictivas y condenatorias de la actividad. Recién en 1955, a casi cien calesitas en el radio de la ciudad, consiguieron un permiso especial que les permitió trabajar hasta que en 1965 se derogó la ordenanza y se otorgó un sistema de canon renovables cada cinco años. En los noventa el intendente Saúl Brouer pretendía licitar todas calesitas en plazas e instalar diversos emprendimientos privados. Cuando en 2002 los pliegos finalmente estaban en condiciones de oferta pública, el gobierno ahora de Aníbal Ibarra declara a las queridas calesitas como patrimonio cultural. Así finalizaba la precariedad de casi un siglo y se preservaba la memoria de varias generaciones.
Un ejemplo de la vida transhumante surge en la trayectoria del calesitero Domingo Pometti y su familia. En 1944 compró los restos de una calesita tirada a caballo y él mismo repara los juegos rotos, improvisando los faltantes, con el ingenio de un auto hecho de un barril. Allí empezó el perigrinaje por baldíos y huecos como era la costumbre, uno de las más andariegos seguramente fue Ramón Pampín que entre los treinta y los sesenta con “La Porteña” no dejó barrio de la capital y del Gran Buenos Aires sin alegrar. Con los años Humberto, hijo de Pometti, dirigió una empresa familiar que fabricaba calesitas, y tallaba sus propias figuras, en Emilio Lamarca y Elpidio González. Una estirpe de calesiteros que continúa Carlos Pometti, secretario general de la Asociación Argentina de Calesiteros y Afines porteños, y quien representa a las 53 aún existentes. Carlos, además, es dueño de dos calesitas, una en Pompeya, que gira desde 1939, y otra en Villa del Parque.
Mi calesitero
Entre los calesiteros notables en Buenos Aires tenemos a Luis Rodríguez, que luego de dar miles de vueltas por el país, en 1965 instala en el patio de su propia casa una fabricada por los pioneros Bourrel- Meric y de la Huerta. Setenta y cinco años lo tuvo a Don Luis con la sortija, que diseñó artísticamente, o reparando los cochecitos con un sistema de seguridad por si los niños se atascaban con sus pequeños pies. O con el recuerdo de otras épocas, uno de los caballos de su calesita se llama “Rubio”, en homenaje a un pony que tiraba la versión a sangre. Su ahijado José Luis prosigue con la ilusión en la esquina de Ramón Falcón y Miralla, entre Villa Luro y Liniers. En honor a Don Luis se celebra el 4 de noviembre el Día del Calesitero.
Otro es Tatín de Parque Chacabuco, quien tomó el nombre de un famoso cómico de los sesenta que tenía un programa donde llevaba los chicos que sacaban la sortija como premio. José Sciarrota, Don Pepe para el piberío de La Boca y Barracas desde 1944, decía “yo siempre abro la calesita aunque sea para un chico, porque un niño en la calesita es un niño que no estará en la calle” La Ciudad lo reconoció como Ciudadano Destacado, Vecino Ejemplar y la denominación de Don Pepe a un polideportivo, el único que lleva un nombre de fantasía de los oficiales.
La cultura popular reserva a las calesitas, y su calesiteros, un lugar único. El tango “La Calesita” de Cátulo Castillo y Mariano Mores de 1953, inspirado en la que aún funciona en la plaza 1ro. de Mayo, es una pieza fundamental en la historia del género porque fue el simple con un famoso lado B, “Taquito militar”. Una década después sirvió de fuente para una película de Hugo del Carril, protagonizada por un calesitero y los recuerdos de una ciudad sentimentalizada entre 1890 y 1919. Películas con Sandro y Susana Giménez, videoclips con Los Babasónicos, y miles más de referencias nativas se pueden citar de este trampolín eterno a la fantasía. “Puedes imaginar que vuelas, puedes imaginar que galopas”, es la frase del gremio de los calesiteros. En estos días de encierro, esperamos apagar las sortijas virtuales, y volver a vivir la aventura arriba de un noble corcel de mil carreras. Y sonreírle al calesitero con la felicidad que nunca borraremos de esa vuelta gratis.
Fuentes: Calesitas de Valor Patrimonial de Buenos Aires. Buenos Aires: DGPat. 2006; Troncoso, O. Buenos Aires se divierte. Buenos Aires: CEAL. 1971; http://www.asociacioncalesitas.com.ar/historia.html
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.