¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónEra una calurosa tarde de verano de 1918. El presidente Hipólito Yrigoyen trabaja un domingo. El primer presidente argentino de las mayorías ocupa su despacho de lunes a lunes en la Casa Rosada. Por Paseo Colón se agolpan unas 300 mujeres, algunas con niños en brazos, otras con diarios de abanicos, muchas con hambre. Varias sin el sombrero que alivie. Yrigoyen detiene la charla con sus colaboradores y las observa desde una de las ventanas. Se lo nota conmovido, él, un hombre que paga con los gastos de etiqueta presidenciales las comidas a los desocupados en el Hotel de los Inmigrantes, o dona sus sueldos durante las dos presidencias a instituciones benéficas, un millón de pesos u ocho millones de francos. Hace una cuenta mental. Silencio. Llama a uno de sus secretarios, “haga pasar a esas mujeres al patio” Y agrega, “empiece con las que no tienen sombrero”
Todas ellas estaban allí en la “amansadora”, las largas esperas para que las atendiera el presidente a todos y todas. Podía ser el chofer de un tranvía o el presidente el Jockey Club. Eran ciudadanos, iguales. Yrigoyen, plebiscitado por los argentinos, aunque obtuvo el triunfo en 1916 por un escaso margen, tenía el ideal de la Argentina policlasista que inspiró a la Unión Cívica Radical. El eterno conspirador, el infatigable luchador por el sufragio universal y los principios democráticos, y el denodado moralista moldeado en los valores criollos posibilitó el acceso al poder de las primeras generaciones de argentinos fruto de las inmigraciones. No fue un revolucionario, fue un reformista acorde a las circunstancias de su época, a las políticas de su tiempo, que inauguró la Argentina de masas.
Sus primeros años se encuentran en Balvanera (Matheu y Av. Rivadavia), nacido Hipólito el 12 de julio de 1852 del vasco francés Martín Yrigoyen y de la porteña Marcelina Alem. Aún la ciudad humeaba después de Caseros y llegaba el primogénito con un tío decisivo en su primera etapa, Leandro N. Alem. En aquella infancia, donde trabajó desde niño como carrero y dependiente, las mesas familiares traían una figura fantasmal a esta familia de antiguos mazorqueros, Juan Manuel de Rosas. Signo trágico porque el padre de Leandro, abuelo de Hipólito, acólito del Restaurador de las Leyes, es ahorcado por motivos políticos. Poco se sabe de aquellos años de Hipólito pero bajo el ala de Leandro, y las refriegas de la Buenos Aires en armas previas a 1880, llega a ser comisario en la veintena de su barrio. Principia a ser una personalidad respetada en el ambiente político y es sucesivamente Diputado Provincial (1878-1880), Administrador General de Sellos y Patentes (1880) y Diputado Nacional (1880-1882). Éste último año comienza a diferenciarse de su padre político Alem, convencido en que a la confrontación con lo que empiezan a llamar el “Régimen” –roquista/conservador- debían sumarse acciones directas/revolucionarias por la “Causa” –radical-, y comprende, además, que necesita un apoyo económico. Yrigoyen se transforma en un rico hacendado, propiedades que luego servirían para financiar alzamientos, mientras completa autodidacto una formación filosófica que exalta las cuestiones espirituales sobre las materiales. Son los años que es docente en la Escuela Normal de la avenida Córdoba. Participa en las revoluciones de 1890 y 1893 que exigen el sufragio universal y la lucha contra la corrupción de los gobernantes. Yrigoyen se niega a cualquier acuerdo, a cualquier ofrecimiento de las altas esferas. Incluso una vez cuando Mitre, dentro de la Unión Cívica, manipula un acercamiento con el gobierno de Pellegrini –cercano de Hipólito del Café de París- para que se lo proclame candidato a la presidencia, Yrigoyen espeta, “¡Cómo quiere que me haga mitrista! ¡Sería como hacerme brasileño!” –un nada amable pese de factura, además, de la cuestionable intervención de Don Bartolomé en la Guerra contra el Paraguay. Disuelve el comité bonaerense y refunda en 1904 el partido, ahora Unión Cívica Radical. El fracaso de la revolución de 1905 lo obliga a exiliarse pero de este fracaso nacería la Ley Saénz Peña de 1912. Un Regimen conservador, excluyente y represivo, fatalmente herido, concede ley del sufragio universal, masculino, secreto y obligatorio. Todos los caminos conducen a Yrigoyen hacia el sillón de Rivadavia después de sucesivos triunfos radicales en las primeras elecciones libres de la historia.
Antes de entrar en la presidencia de Yrigoyen a partir de 1916, aunque en principio no quiso ser candidato tal cual su estilo, en un tangencial parentesco con Rosas, una situación de 1909 que delata varios de sus logros y defectos posteriores. Los casi veinte años de abstencionismo y conspiración fundado en principios intangibles, y el radicalismo como una religión cívica, molestaban a partidarios que manifestaban una voluntad más ejecutiva. La renuncia de Pedro Molina, quien había sido presidente del Comité Nacional, debido a que “con el luchar por el resurgimiento de la vida institucional…el partido nunca ha entendido hacer un programa de gobierno, con afirmaciones de los aspectos múltiples que debe comprender el ejercicio de la acción directiva del poder público”, impacta de lleno en el estilo de Yrigoyen, que ya le dicen el “Peludo” de la calle Brasil –caudillaje silencioso al estilo del Rosas en Palermo-, que luego llamarán “personalista” Todo pasa por un líder que supera los 60 años, sea una manifiesto en la prensa, o atender la vecina humilde de sus campos. Yrigoyen responde en su habitual fraseología divinizadora de la Causa –radical-, “el partido ha dado un ejemplo tan noble en las lides por las libertades y derechos humanos, que difícilmente será superado…en su seno –se manifiestan- todas las creencias en que se diversifican y se sintetizan las actividades sociales” Molina pregunta “qué vínculos nos unen” e Yrigoyen responde “mi programa es la Constitución Nacional…el radicalismo es un temperamento más que un partido” El estadista creía que los conflictos sociales, y económicos, eran dificultades que podían ser elevadas a un plano espiritual, o de principios. Y resueltas allí. Confiaba en que su enorme porte paternalista cobijaría la regeneración de un país con rostro republicano.
“Se bien que no soy un gobernante de orden común, porque en ese carácter no habría habido poder humano que me hiciese asumir el cargo…soy un mandatario supremo de la Nación para cumplir las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo argentino…sé bien que he venido a cumplir un destino admirablemente conquistado: la reintegración de la nacionalidad sobre sus bases fundamentales…”, dice Yrigoyen en el decreto de intervención a San Luis en 1921, una de las tantas provincias que intervino con el fin de integrar la (in)discutible razón pública desde La Quiaca a Tierra del Fuego , ”la obra de reparación política alcanzada en el orden nacional, debe imponerse en los estados federales, desde que el ejercicio de la soberanía es indivisible dentro de la unidad nacional y desde que todos los ciudadanos de la República tienen los mismos derechos y prerrogativas”, firmaba otra decreto de intervención federal en 1917, éste sobre Buenos Aires. Su gobierno se caracterizó por un ansía hegemónica, se estaba a favor o en contra del credo radical, con ciertos resabios de enconos del pasado colonial e hispano, y que se vertebraba en una política asentada en los comités, verdaderos órganos de acceso a la ciudadanía –y, el otro lado de la moneda, al clientelismo, en particular las clases medias bajas. Y, además, si bien hubo mejoras en la vida de los obreros y las clases populares, un mejor trato del gobierno, leyes como las ocho horas diarias o el contrato colectivo, es cierto que también la presidencia de Yrigoyen reprimió despiadadamente en la Semana Trágica de 1919 y la Patagonia Rebelde de 1920-1922. Nunca se sabrá su grado real de responsabilidad en estos hechos luctuosos, en especial en las masacres en el sur argentino.
Pero también, justo decir, está el otro Yrigoyen. Cuando en 1917, huelgas en todas las ramas, algunas violentas, la revolución rusa que ulula y encandila a jóvenes como Jorge Luis Borges, los poderosos exigen vehementes que intervenga el ejército. Y un sereno Yrigoyen respondió, según Manuel Gálvez, “cuando ustedes hablaban de que se enflaquecían los toros de la Exposición Rural –que no se transportaban por la huelga de ferroviarios sumados a los frigoríficos-, yo pensaba en la vida de los señaleros, obligados a permanecer treinta horas manejando los semáforos para los que viajan, para que las familias, puedan llegar tranquilas y sin peligro a los hogares felices, pensaba en la vida y el régimen de los camareros, de los conductores de trenes, a quienes ustedes me aconsejan que sustituya por la fuerza del ejército, obligados a peregrinar en viajes de cincuenta horas a través de dilatadas llanuras, sin descanso, sin hogar” Vale acotar, también, que la huelga en los frigoríficos termina con la intervención de la marina. Un par de años después diría ante el Congreso, “La democracia no consiste sólo en la garantía de la libertad política: entraña a la vez la posibilidad para todos de poder alcanzar un mínimum de felicidad, siquiera”
La Reforma Universitaria y la posición neutralista son dos puntos descollantes de su primera presidencia. Una porque democratiza las instituciones superiores, y el acceso a la educación superior, un tema general que preocupó a Yrigoyen desde el nivel primario, con la creación de tres mil escuelas, y la otra, fundada en la soberanía nacional. Honorio Pueyrredón defiende en soledad la posición yrigoyenista de una Sociedad de las Naciones sin vencedores ni vencidos tras la Primera Guerra Mundial, plena de derechos, y enfrentada a los deseos imperialistas norteamericanos. Lamentablemente para el mundo la posición argentina no fue escuchada -quizá se hubiese evitado la Alemania nazi. También se preocupó en las economías regionales con tendidos ferroviarios radiales. Yacimientos Petrolíferos Fiscales y los Institutos del Petróleo, de la Nutrición y del Cáncer fueron algunos de sus proyectos de largo aliento que pudieron sortear la maraña que tejía el Congreso opositor a sus proyectos de ley. Por ejemplo, en materia agrícola planes igualitarios financieros fueron coartados por legisladores que representaban los intereses de los hacendados y terratenientes.
Pasados los años de Marcelo T. de Alvear (1922-1928), un hábil político radical elegido por Yrigoyen pero con un programa propio, más institucionalista, más de retorno conservador, Don Hipólito vuelve a la presidencia con 76 años. Finaliza la primavera que esta vez realmente plebiscita su candidatura y se exacerban los problemas administrativos derivados de su estilo personalista –y, digamos, su obstinada defensa nacionalista de los recursos estratégicos del ganado y el petróleo. Se suma una feroz campaña en diarios y radios pese a que la Argentina tiene casi el 50% del PBI de América Latina sobrellevando decorosamente el Crack de 1929. El futuro presidente golpista Uriburu se pasea en las embajadas diciendo que “Yrigoyen no durará porque yo lo echaré abajo” Todo ocurre en una increíble abulia de sus colaboradores fieles, y el creciente rechazo de los correligionarios menos obsecuentes, y ministros, que no soportan la “amansadora”, una que solamente parecen sortear “mujeres”, repiquetea el diario Crítica de Natalio Botana. Torpedo a la línea de flotación de un político que habla desde la superioridad moral, y la reparación simbólica, uno que “quiere liberar al argentino de las trabas –de todo tipo- que impiden su cabal realización como individuo y como colectividad”, en palabras de Félix Luna.
Uno de los momentos más memorables de esos años fueron los chispazos con el presidente norteamericano Hoover, que de paso por Buenos Aires hablaba de la Argentina como “la canasta de pan del mundo” Yrigoyen continúo defendiendo el principio de autodeterminación de los pueblos ante las pretensiones del imperialismo norteamericano en el Caribe. Cuando se inauguró la línea telefónica entre Argentina y Estados Unidos, Hoover alabó el triunfo de las “ciencias y el comercio” Desde las pampas escuchó estupefacto a nuestro presidente, “tengo que decirle, que cada vez más acentuado, mi convencimiento que la uniformidad de pensar y sentir humanos no ha de afirmarse tanto en los adelantos de los ciencias exactas y positivas, sino en los principios que como inspiraciones celestiales deben constituir la realidad de la vida…una vida espiritual y sensitiva…reafirmando mis evangélicos credos de que los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos, y en común concierto reconstruir la labor de los siglos sobre la base de una cultura y una civilización más ideal, de más sólida confraternidad y más armonía con los mandatos de la Divina Providencia” Los medios lo destruyeron con que los dichos del primer magistrado estuvieron “fuera de tono…de qué credos habla Yrigoyen, nunca se conocieron…” sin advertir que sintetizaba ajustadamente su programa –idealista, inconcluso- de gobierno. La realidad golpearía Balcarce 50 el 6 de septiembre de 1930, inaugurando el péndulo cívico-militar que se extendió cada vez más terrorífico hasta 1983.
A Yrigoyen de salud en picada lo esperan dos detenciones en la isla Martín García, una vez después del golpe, otra en la intentona radical de 1932, y un proceso judicial surrealista porque el Congreso era quien únicamente lo podía juzgar, no un gobierno anticonstitucional. De todas formas en su defensa pone de manifiesto algo que marca un estilo de liderazgo, “el gobierno fui yo…jamás he tenido que consultar a nadie en el desempeño de las funciones públicas” Falleció en Buenos Aires el 3 de julio de 1933 y se realiza un funeral que dura casi tres días, con cientos de miles saludando el cortejo, tristes, acongojados, pechos estremecidos, algo que se repetirá solamente en 1936 con Carlos Gardel, en 1952 con Eva Perón, en 1974 con Juan Perón y en 2020 con Diego Armando Maradona.
“Con sus defectos, con sus errores, con su pecados, Yrigoyen fue un producto genuinamente vernáculo, algo hondamente criollo, como un ombú, un hornero…nacido al calor de los hirvientes procesos que bullen en el fondo de nuestra historia”, bosquejaba Félix Luna “Había en Yrigoyen un sentido mesiánico de que sólo el líder salvaría al pueblo y que unirse a otro partido era contubernio. Esa intransigencia ante la oposición, el paternalismo dentro - y fuera - del partido…y el deseo de controlar el Congreso –y la Justicia-, fue otra forma de vicio de las prácticas políticas que llegó hasta hoy”, opina José Ignacio García Hamilton. Yrigoyen, un apóstol del civismo en un mundo material.
Fuentes: Gálvez, M. Vida de Hipólito Yrigoyen. Buenos Aires: Club de Lectores. 1975; Luna, F. Yrigoyen. Buenos Aires: Hyspamerica. 1984; O´ Donnell, P. García Hamilton, J.I. Pigna, F. Historia confidencial. Buenos Aires: 2005
Fecha de Publicación: 12/07/2021
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