¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la sección“¡Váyase! Grita toda la Nación al Sr. Yrigoyen”, titula en tamaño catástrofe el influyente diario Crítica, el 5 de septiembre de 1930, un día antes de que la historia nacional cambie para siempre. “Toda la ciudad está con los estudiantes. Las mujeres, sin distinción de edades, ni de clase social, los obreros, los comerciantes, los empleados, los muchachos de los colegios y los señores de edad… los pañuelos enrojecidos por la sangre de sangre universitaria…masacrada por sicarios yrigoyenistas…–manifestaron los estudiantes frente a Crítica en su gloriosa y heroica jornada cívica”, en referencia al asesinato de un supuesto universitario, que luego se supo era bancario, y tampoco quedó claro quién efectúo el disparo. Junto a la crónica del “sacrificio heroico” de los estudiantes de la jornada pasada, aparece el recuadro del teniente de navío Lauro Lagos, quien dice la “palabra criteriosa y viril”: “Al pueblo le corresponde la acción directa”.
No se estaban preparando para ninguna revolución contra una tiranía, sino para derrocar un gobierno elegido democráticamente en el “plebiscito” de 1928. Incluso ese mismo año el radicalismo se había impuesto en el país, aunque con pérdida de electores en todas las provincias, cayendo en la Capital Federal con los socialistas independientes, y con un frente interno quebrado entre los personalistas de Yrigoyen y los antipersonalistas, nucleados por el expresidente Alvear. El mismo presidente Yrigoyen, frente a las alertas de sus colaboradores, aseguraba “que eran agitaciones pasajeras”. Depuesto el 6 de septiembre, cuando había delegado el poder a su vicepresidente, Enrique Martínez, por una gripe, unos días antes, pronto será confinado en la Isla Martín García.
Para comprender este desenlace abrupto de un Gobierno radical anhelado por el pueblo a otro despreciado en tan poco tiempo, debemos seguir la trayectoria de las fuerzas conservadoras, terratenientes y aristocracias patricias. Luego de la Ley Sáenz Peña, se sentían desplazadas del poder, aunque tanto el primer Gobierno de Yrigoyen como el mandato de Alvear contaban en sus ministerios con sus selectos miembros. Temían más bien que el segundo mandato del “Peludo” extendiera algunas líneas de distribución de riqueza, en los años en que aún no existían casi leyes inspiradas en la justicia social, y que la tímida política de sustitución de importaciones y petrolera derivara en un nacionalismo económico. A la distancia resulta difícil de pensar con un líder envejecido, por momentos aislado de la realidad en su casa de la calle Brasil, aunque en los papeles podría ser un peligro para las clases altas.
“La legislación social es inferior a las exigencias de la sociedad… nuestra estructura económica no está suficientemente tutelada… las realizaciones en el derecho positivo, en la legislación obrera, se han detenido inopinadamente… es necesario mejorar la legislación protectora de los que trabajan”, sentenciaba el electo presidente Yrigoyen ante un Congreso, y la mirada atónita de su predecesor, Alvear. A los pocos días un diputado conservador le contesta: “Ayer fueron los alquileres, hoy es el petróleo, mañana será la propiedad rural amenazada de ser redistribuida”. Certero comentario, además, ya que por décadas se afirmó que el golpe de 1930 olía a petróleo.
Y, mientras los conservadores, y muchos de sus mismos correligionarios, trabajan para desestabilizar la democracia, en nombre de la “defensa de la Constitución” y para “salvar a la República”, con la suma de diarios y radios, los militares sienten que había llegado la hora de la espada. Pero esta aversión a Yrigoyen, que tenía su vertiente de clase, era además aumentada por una serie de medidas que los gobiernos radicales habían tomado restringiendo su poder, algunas claro desafortunadas como reconocer “servicios a la Patria” a los militares radicales de las revoluciones de 1890, 1893 y 1905.
La llegada al ministerio de Guerra del general Agustín P. Justo, futuro presidente del fraude en la década infame siguiente, aglutinó abiertamente descontentos sin que mediara ninguna reprimenda del presidente Alvear. Y para ello tuvo el apoyo expreso de la Logia San Martín (sic), una organización golpista, de tendencias fascistas, que en sus bases clamaba por intervenir en la política a fin de impedir “que la institución –primero el Ejército, luego el Poder Ejecutivo– se precipite en el desorden y la anarquía”. Activa entre 1922 y 1928, en coincidencia al ministerio de Justo, confeccionó “listas negras” y dividió a los militares, preparando el terreno ideológico y los hombres para 1930. Eduardo Broquen, Luis J. García, José Maglione, Pedro Ramírez –futuro presidente de facto en 1943– y Juan Pistarini –fallecido detenido por la autodenominada Revolución Libertadora, que depuso a Juan Perón. El aeropuerto de Ezeiza lleva su nombre–, entre otros, son los predecesores tristes de los Farrell, Aramburu, Rojas, Onganía, Videla, Massera y Galtieri.
Entre los militares que concretaron el atentado la democracia había dos grupos. Estaban quienes acompañaban al general José Félix Uriburu, que directamente proponían abolir la democracia y reformar la Constitución orientada a un capitalismo autoritario asentado en corporaciones, cercano al falangismo fascista del español Primo de Rivera. Frente a ellos estaban los alineados con Justo, que pretendían mantener la apariencia institucional, favoreciendo la hegemonía conservadora, con el contubernio de los partidos opositores. Simplemente querían que se fuera Yrigoyen, como titulaba el diario de Natalio Botana, y proscribir a los radicales. En sustancia, en cambio, era un esfuerzo antipopular de las élites temerosas de perder sus privilegios de clase, alterar el librecambismo de cuño inglés y manejar el Estado como un botín.
Con manifestaciones en plazas y calles, y marchas de un misterioso “Clan Radical”, una fuerza de choque armada en los comités del Sur, la mecha corría rápida entre julio y agosto. Y, entonces, el 4 de septiembre, muere asesinado durante una manifestación el empleado bancario Juvencio Aguilar, cerca de la Plaza de Mayo. Las golpistas de todos los signos usan su cadáver como símbolo de la corrupción y violencia yrigoyenista. La suerte estaba echada. Al día siguiente una ínfima columna desde el Colegio Militar, comandada por Uriburu, llega a la Casa Rosada y toma el poder con “un par de tiros” nomás en el Congreso. Y la Argentina entra en un túnel de antagonismos que desembocará en la sangrienta dictadura de1976.
Uriburu es erigido presidente con el apoyo de las fuerzas armadas y los conservadores, y solicita un discurso a Leopoldo Lugones. “El Ejército y la Armada de la Patria, respondiendo al calor unánime del pueblo de la Nación y a los propósitos perentorios que nos impone el deber de argentinos en esta hora solemne para el destino del país, han resuelto levantar su bandera para intimar a los hombres que han traicionado en el gobierno la confianza del pueblo y de la República el abandono inmediato de los cargos, que ya no ejercen para el bien común, sino para el logro de sus apetitos personales”, redactaba el escritor, y que había acuñado la infame frase “la hora de la espada” en 1924. A los pocos días Estados Unidos y Gran Bretaña reconocen el gobierno provisional. El daño está hecho.
Dieciséis años después, durante la asunción de Perón, el dirigente conservador José Aguirre Cámara afirma: “Nosotros en 1930 cometimos un grave error por impaciencia, por sensualidad del poder, por inexperiencia, lo que fuera. Nosotros abrimos el camino a los cuartelazos… y a partir de ese momento, nosotros los conservadores somos los responsables, o al menos los culpables, de lo que le pasa al país”. El general Perón recordaba en la misma Cámara: “Yo era muy joven cuando vi caer a Yrigoyen, y lo vi caer con una ola de calumnias e injurias contra las cuales su gobierno no pudo hacer nada. A mí no me pasará lo mismo…”, cerraba el también a futuro depuesto presidente constitucional. Un “joven” teniente Perón que había arribado a la casa de Gobierno, a la tarde de aquel 6 de septiembre de 1930, manejando un auto blindado con cuatro ametralladoras.
Fuentes: Luna, F. Breve historia de los argentinos. Buenos Aires: Planeta. 1993; Etchepareborda, R. Bagú S. Ortiz, R. M. Orona, J. V. Crisis y revolución de 1930. Buenos Aires: Hyspamerica. 1986
Fecha de Publicación: 06/09/2021
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