¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Miércoles 31 De Mayo
Cada 4 de septiembre veremos en las calles argentinas ferias y desfiles de nacionalidades, un remedo aggiornado del cotillón comercial de una Feria de las Naciones, en los festejos del Día del Inmigrante. Lo que olvida este lavado recordatorio es que esos italianos y españoles de ayer, o los chinos y bolivianos de hoy, llevan en su sangre las promesas de progreso y trabajo en nuestro suelo de los fundadores de la Patria, las que soñaban Moreno, Belgrano, Alberdi y Avellaneda. Que son estos inmigrantes de cualquier época una continuación de una de las experiencias de la Humanidad más exitosas, entre 1852 y 1910 pasamos de 800 mil a 8 millones. Y pese a las resistencias de los criollos, medidas contradictorias y xenofobia, somos el mismo país de la benigna Ley Avellaneda y la expulsora Ley de Residencia. Además exitosa en cuanto ascenso social, basta con saber que el primer presidente de todos los argentinos en 1916, Yrigoyen, era descendiente de vascofranceses. El mismo que instauró la fecha revividora de odios y grietas entre indios, criollos e inmigrantes, el Día de la Raza. En estas contradicciones, un fracaso exitoso fue la inmigración en la Argentina, navegaremos desde un puerto botado en la Revolución de Mayo, y zarparemos en los siglos, cobijados en las ilusiones de los millones que cruzan mares y caminos “Con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, consagra el Preámbulo de la Constitución Nacional, una Carta Magma que derriba fronteras y abre los brazos, ya en las mismas oraciones de apertura, catecismo laico.
“No solo los mercachifles extranjeros, pero todo extranjero debe tener prohibida su residencia en Puertos de Mar como previenen las leyes” establecían pronto los regidores españoles, las señales de una xenofobia colonial de larga mella “-En Santa Fe y Entre Ríos- como en Córdoba, bajo el gobierno de Bustos, no ser americano era un crimen”, comentaba un viajero y científico francés en 1828, Alcides D´ Orbigny, y justificaba la inquina a que los pocos extranjeros de la época, se calculan unos dos mil en el Río de la Plata, se dedicaban a la artesanía, la industria o la agricultura; trabajos manuales detestados por los señores virreinales, ahora sus rebeldes hijos criollos. Poco había hecho las nuevas ideas de la Revolución de Mayo, que postulaba a la emigración, tal así la llamaban Moreno y Belgrano, con el objeto de remediar las deficiencias de los modelos hispánicos, entre ellos la aversión a la manufactura y el arado “-Atraérselos con empleo- según el mérito y el talento de cada uno, pues es creíble que éstos si no por patriotismo, a lo menos por interés que les resulte, serán fidedignos en la confianza que de ellos se haga”, se le adjudica a Moreno en el controversial Plan de Operaciones. Este impulso hallará raíz en el decreto del 4 de septiembre de 1812, Día del Inmigrante, resolución del Primer Triunvirato, idea de Bernardino Rivadavia y Juan José Paso, “Siendo la población el principio de la industria y el fundamento de la felicidad de los Estados…Art. Primero.- El gobierno ofrece inmediata protección a los individuos de todas las naciones y a sus familias que quieran fijar su domicilio en territorio del Estado, asegurándoles el pleno goce de los derechos…Art. Segundo.- A los extranjeros que se dediquen al cultivo de los campos se les dará terreno suficiente y se les auxiliará para sus primeros establecimientos rurales, y en el comercio de sus producciones gozarán de los mismos privilegios que los naturales del país”, en un adelanto de las posteriores leyes rivadavianas de 1821 referidas a la garantía del transporte, solventado por el Estado Nacional, y la polémica enfiteusis, arriendo de tierras fiscales. Si bien fracasaría por diversas razones este primer intento de promover a la inmigración, rupturas institucionales, guerra externa –Brasil- e interna –Buenos Aires versus Interior- y acaparamiento de la normativa por los ávidos ganaderos, entre ellos Juan Manuel de Rosas, quienes liquidarían los sueños de los pocos que vendrían, irlandeses a Ensenada o italianos a La Boca; el espíritu aperturista e igualitario permanecería en las legislaciones de la materia, a través de un siglo.
Pasados los complejos tiempos del rosismo, en el contexto de un bloqueo internacional que hacía al extranjero sinónimo de sospechoso, ya se habían prohibido las cartas de ciudanía en 1829 –sólo eran protegidos por Rosas los ingleses, que rápidamente varios se hicieron grandes ganaderos como el Restaurador de las Leyes-, los dirigentes del país en ciernes notaban cómo el mundo estaba en movimiento, con intensas corrientes inmigratorias que escapaban de la miseria europea. Existía un Plan y era el de Alberdi, “gobernar es poblar” Una de las razones que explican que las “Bases y Puntos de Partida para la organización política de la República Argentina” del abogado tucumano hayan sido el alma máter de la Constitución Nacional, casi transcriptas, era la urgencia de contar con un código político que respondiera a la circunstancia, y que el Tren de la Historia no pasara de largo. Al menos ese sentían los constituyentes de 1853, menos los de Buenos Aires que se encerraron en su Puerto, y en Santa Fe dictaron dos artículos clave que llevarían en su valijas los agentes de la inmigración al Viejo Continente, Aarón Castellanos, el fundador de la pionera Colonia Esperanza en Santa Fe en 1856, Carlos Beck Bernard, Augusto Brougnes, y más, “Artículo 20.- Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acortar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República”, y el otro, ambos que transcribimos in extenso porque algunos mandatarios recientes parecen olvidarlos, “Artículo 25.- El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes”, cerraba una fórmula “europea”, y que será la piedra angular de la amarga queja de la Generación del 80. Sarmiento denostaba 1887 a la mayoría mediterránea inmigrante, que arribaba amparada por la humanista Constitución, y los lapidaba frente a la “virtuosa” que “civilizaba” Estados Unidos. Tal vez no lo sabía pero los costos, y las dificultades, de los mismos italianos y españoles eran mucho mayores para arribar a Buenos Aires que a New York, por lo que los europeos que pisaban Buenos Aires, al menos, estaban jugándose a todo o nada. Citando a Alberto Sarramone, un boleto al Río de la Plata costaba unas 270 pesetas, contra las 190 de quien deseaba contemplar la Estatua de la Libertad en 1890, y representaba entre cien y doscientos jornales. Tampoco reconocía que las fronteras fueran ganadas en América del Norte por familias, incentivadas estatalmente para que no se apiñen en las grandes ciudades, y no las “afeen” como ocurría en Buenos Aires según el Maestro de América, mientras que en la Argentina fueron ganadas las tierras para el ganado.
Un ejemplo de los fracasos en una política coherente sobre tema fue la beneficiosa Ley Avellaneda de Inmigración y Colonización del 6 de octubre de 1876, largamente discutida en el Congreso Nacional; en aquel recinto unos meses antes el industrialista Carlos Pellegrini se preguntaba si algunas vez dejaríamos de ser solamente “pasto” La Ley Avellaneda establecía promociones y exenciones a las colonias rurales, favoreciendo la llegada de europeos, a lo que el diputado Bartolomé Mitre atacaba diciendo que “repugnaba la idea de traer esclavos blancos en una democracia” y que, mejor, dejar a la libre oferta, los millones de hectáreas en poder del Estado; que se triplicarían luego con la autodenominada Conquista del Desierto. Tampoco es casual que se haya tratado solamente tres años antes de la campaña militar del futuro presidente Roca. Ni que se hable de liberalismo rentístico cuando unas pocas personas detentaban extensiones comparables a países y, claro, la democracia era un juego de pocos. Otra derrota que Nicasio Oroño, el progresista político santafesino, sintetizaría un tiempo después en ese Congreso, “-la provincia de Buenos Aires- decidió enajenar -bajo la Ley Avellaneda, que establecía una sociedad mixta entre privados y Estado, y propugnaba atraer familias al Interior para convertirlas en propietarios- al señor Alvear ciento ocho leguas al precio de trescientos pesos, cuando la legua en -la vecina- Santa Fe vale 1500…con la condición de que al término de tres años, introdujera a ciento cincuenta personas. Han transcurrido ocho años y el señor Alvear no ha clavado ni siquiera un palo, ni ha introducido una sola familia…sólo se ven vacas”, remataba enojado, quien desde la gobernación provincial había intentado limitar la iniciativa privada en la inmigración. Sin embargo, de 1876 a 1903 el gobierno entregó 43 millones de hectáreas a 1843 personas. Este turbio régimen latifundista, de pesados arriendos a los colonos prohijados por leyes entrampadas, hizo que en el novecientos dos de cada tres trabajadores, en la Capital, fuera inmigrante.
Y sin embargo. En 1895 en una población de casi 4 millones, más de un millón eran extranjeros, y miles se asientan, pese a las dificultades de todo tipo, en el Interior. Un ejemplo son las leyes de estímulo y crédito de la tierra de 1887 en Buenos Aires, que debido a los graves problemas en el pago con cultivos que fracasaban una y otra vez, originados en la falta de asesoría técnica y aislamiento de los colonos extranjeros, casi lleva a la quiebra al Banco Hipotecario Nacional. También los hechos de xenofobia, “mueran los gringos, viva la Patria”, que se hacen fuerte en amplias regiones de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, a donde llegan 17 mil judíos que empiezan a ser llamados despectivamente “rusos” De todos modos, la primera etapa de inmigración de 1857 a 1890 terminó siendo favorecida por la política del gobierno, referida a la colonización del Interior, y que además era afianzada en la educación primaria, una que proyecta un Estado acorde con un país de flujo inmigratorio.
La segunda etapa a partir de 1890, más propiamente la aluvional, se extendería con el hiato de la Primera Guerra Mundial, aproximadamente hasta 1932, y algunos señalan que alcanzaría la asombrosa cifra de 6 millones. Para darse un panorama, Estados Unidos en 1900 tenía un 15% de su población extranjera, Argentina, el 50%. Así de grande es el impacto de la inmigración, que trastocaría las bases tradicionales de la sociedad y mentalidad argentina, “Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se lo mira con rigor”, despotricaba Miguel Cané, autor de “Juvenilia” y de la Ley de Residencia, que expulsaría inmigrantes sin causa desde 1902 a 1958, y otra de las razones de que más de la tercera parte de los extranjeros, venidos de los barcos, optara por abandonar nuestro país.
“Desde 1857 a 1914 han llegado de ultramar (sin computar Uruguay y Brasil –de donde vinieron muchos franceses-) 4.711.013 extranjeros. De éstos una parte está representada por desechos sociales arrojados a estas playas como la resaca a la marea; otros vienen a buscar fortuna sin recursos, solos, sin profesión, sin posibilidad de formar familia regular, muchos analfabetos…se mezcla al medio urbano y es un elemento de desorden –ya se había dictado la Ley de Defensa Social en 1910, antecedente nefasto de los planes represores de las dictaduras-…es menester, pues, cuidar la entrada” sostenía Estanislao Zeballos en la Facultad de Derecho en 1919, en el marco de un gobierno popular que accedía al poder con votos de los hijos de la primera generación de inmigrantes. Pero quiénes eran de verdad estos italianos, una gran mayoría en las primeras oleadas debido a que el estado italiano apoyaba la emigración, los españoles, los rusos, polacos, árabes y griegos, entre tantas patrias, y que ingresaban por el Hotel de los Inmigrantes de Buenos Aires, inaugurado en el Centenario. Eran pobres pero no carecían de medios, embarcarse a lugares lejanos necesitaba de cierto respaldo económico, y en la mayoría de los casos eran hijos de pequeños comerciantes, con lo que venían con algún oficio que sería semilla de industrias argentinas. O eran descendientes de propietarios de una pequeña hacienda, impedidos de crecer por familias numerosas, o los altos costos en el terruño, aunque con la sapiencia de las modernas técnicas de agricultura que aquí se desconocían. Eran en su mayoría jóvenes, antes o después de los servicios militares obligatorios, debido a que la mayoría de las agencias exigía perfectas condiciones de salud. Habría que incluir a miles de muchachos que escapaban a matrimonios arreglados, en rígidas sociedades. Todo esto confluía a que menos de un tercio de los inmigrantes fueran mujeres, algunas esposas que eran llamadas por sus maridos, otras que venían a conocer a sus maridos. Y en cuanto a la escasez de instrucción, al menos contaban con la elemental, así lo demuestran las cartas y los papeleos administrativos de los recién llegados, al tiempo de altos índices de analfabetismo entre los criollos. Pero para Zeballos, rico estanciero fundador de la Sociedad de Estímulo Científico, presidente de la Sociedad Rural, ministro de tres presidentes, varias veces diputado nacional y decano de la Universidad de Buenos Aires, los inmigrantes eran “desechos sociales” Un opinión es que la inmigración, en varios sentidos, como en la actualidad dentro de una lánguida tercera oleada inmigratoria liderada por los países limítrofes y China, tuvo un grado de autonomía relativa, ajeno a cualquier plan sistemático, o previsión, del Estado Argentino. Algo que puede significar una desventaja le confirió una riqueza, una libertad y una vitalidad que agradece la cultura nacional.
“La enseñanza que adquirían los hijos de los colonos también la recibían los muchachos criollos, los hijos de los pobres que trabajaban en el campo”, recordaba José Lieberman una de las varias escuelas de las colonias judías, en cita de Ricardo Feierstein; asentamientos judíos nacidos un pocos después de la sanción de la Constitución Nacional, aquellos una savia de progreso y entendimiento que sigue alimentando un país profundo, “Allí se pusieron en contacto dos grupos étnicos diferentes. En esas escuelas aprendieron a leer y escribir los niños campesinos que nunca habían tenido la posibilidad de asistir a un escuela. Más aún: los muchachos criollos aprendieron allí a cantar el Himno Nacional y a conocer las Fiestas Patrias en su verdadero significado” Hijos de criollos e indios más inmigrantes son todos argentinos originarios, porque fueron paridos con la Nación.
Fuentes: Clementi, H. La Argentina de la inmigración en revista Todo es Historia. Nro. 478 Mayo 2007. Buenos Aires; Alonso de Rocha, A. Inmigrantes. Sociedad Anónima. Buenos Aires: Leviatán. 2005; Sarramone, A. Inmigrantes y criollos en el Bicentenario. Buenos Aires: Ediciones B. 2009
Imágnes: BuenosAires.gob // Argentina.gob
Fecha de Publicación: 04/09/2021
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