¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Miércoles 31 De Mayo
Hacia pocos años que Buenos Aires había sido fundada por segunda vez, aunque ahora como ciudad, no solamente puerto. Venían de Asunción muchos criollos y pocos españoles a las márgenes del Plata, a defender por la Corona Real las pretensiones expansionistas de los portugueses. Y en un improvisado desembarcadero, a las espaldas del Fuerte, hoy Casa de Gobierno, el 2 de septiembre de 1587 partían al Brasil tejidos y bolsas de harina de las actuales Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca. Escondidos por el obispo Vitoria iban también barras de plata y oro, de contrabando para comerciar esclavos negros, que eran desconocidos en estas indómitas pampas. Este triple hecho indisociable quedó en la historia refrendado en 1941 como Día Nacional de la Industria. En el país de los Belgrano, Pellegrini y Savio, o de los verdaderos pioneros industriales Bagley o Di Tella, parece un capítulo nuevo de la Argentina para desarmar. Y rearmar, “agricultura e industria…enriquecerse por ese medio enriqueciendo a la Patria…sólo el comercio interior es capaz de proporcionar ese valor a los predichos objetos (agricultura e industria) aumentando los capitales y con ello los fondos de la Nación…la importación de mercaderías que impidan el consumo de las del país…lleva tras sí la ruina de una Nación” Manuel Belgrano, 1810.
Mucho antes que se implementaran los saladeros en Buenos Aires y Litoral, inicios de la industria nacional a fines del siglo XVIII, el oro blanco, el algodón, traído desde Chile a Catamarca en el siglo XVI, se difundía rápidamente en Tucumán, en 1556 por Hernán Mejía Miraval, y Santiago del Estero, produciendo un boom textil que ensombrecía a Lima y Sevilla. En ellos también colaborarían luego los tejidos de las misiones jesuíticas. Hasta bien entrado el siglo XVII el polo industrial argentino estaba en norte. Mucho no duraría porque los poderes económicos de la capital virreinal, y el único centro protoindustrial español de los años de la Conquista, presionaron hasta ahogar estos competidores criollos, que habían orientado sus producciones hacia Buenos Aires para su salida al mundo -algo que se arrepentirían en las centurias venideras…También surge un accionar, que luego los latinoamericanos copiaríamos, donde las autoridades en vez de promover el crecimiento industrial, achican los mercados, a veces con medidas proteccionistas, cómo las que tomó el Consejo de Indias hacia 1600, a veces librecambistas, como después sostendría el Virreinato del Río de la Plata a partir de 1776. La Revolución de Mayo así encontró 230 años de atraso económico, en el horizonte de la Revolución Industrial.
Volvamos al mísero pueblo costero, de unas pocas cientos de almas, en aquel 1587. El obispo Francisco de Vitoria, que había servido a un mercader en Charcas, y venía con altas recomendaciones de la Santa Inquisición y el Papa, realizaba turbios negocios en el Alto Perú hasta que se topó en Tucumán frente al severo gobernador Ramírez de Velasco, quien se expresaba en estos términos en una carta dirigida al rey Felipe II: “El obispo Vitoria tiene amedrentados a vuestros vasallos con sus continuas excomuniones y su vida y ejemplo no es de prelado sino de mercader… […] No he visto que haya acudido a las cosas de su cargo ni le he visto en la iglesia ni entiende en la conversión destos pobres naturales… […] y en el entretanto que andaban las procesiones estaba él por sus manos haciendo fardo para llevar al Brasil… […] y llegaron sesenta negros que le dejaron los ingleses… […] vino a esta ciudad con ellos… deja de acudir al oficio de pastor para acudir al de mercader sin acordarse destas pobres ovejas… […] y en sabiendo un pecado o liviandad de alguno le hace proceso, y el tal culpado, por no venir a sus manos le da cuanto tiene… […] lo que se ha podido averiguar del oro y la plata que el obispo envió al Brasil son los mil y quince marcos de plata blanca y treintinueve marcos de oro de ocho onzas más trescientos setenta pesos de oro de 22 quilates y dos cadenas que pesaron ciento y noventa y cinco pesos y quince marcos de plata labrada que envió […] el dicho en el dicho navío a Manuel Tellez Barreto, gobernador de Bahía”, detallaba el ilícito documentado, en la fachada de comercio con otros reinos -que también estaba prohibido-, y que celebra nuestra día dedicado a la industria. Además el funcionario realista comentaría otras felonías del prelado, y sus secuaces, como la violación de niñas aborígenes y secuestro de indios, a fin de someterlos a las mita -trabajos forzados en campos y minas.
De todos modos, Vitoria se hallaba comerciando con los brasileños desde 1585, fletando la carabela San Antonio en el puerto de Buenos Aires, en principio lienzos, frazadas, cordobanes, sobrecamas y sombreros del norte argentino, y, ocultas claro, barras de plata y oro para comprar manufacturas y esclavos. Durante décadas la Corona solamente fletaba al Río de la Plata dos barcos con manufacturas, al año; así difícil combatir el contrabando, por supuesto. A principios de 1587 en un regreso de Río de Janeiro, en donde vendrían algunos de los primeros jesuitas, y con el barco cargado de esclavos y mercaderías ilegales, fue abordado el obispo por el pirata Thomas Cavendish. El inglés se robó el barco con toda la mercadería y la mitad de los esclavos. No amedrentado, el emprendedor Vitoria, el 2 de septiembre apresta 50 varas de sayal, 680 de lienzo, 526 de cordobanes, 38 frazadas, 212 sombreros, 160 arrobas de lana, 180 costales, 25 pellones y 51 sobrecamas, producidas en Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca, donde el obispo sojuzgaba indios, más 40 mil pesos en plata destinados a la compra de esclavos negros. La suerte le juega una mala pasada y la carabela naufraga en las costas uruguayas, perdiéndose el cargamento. El Día de la Industria, además, celebra una exportación espuria que jamás llegó a destino. Expulsado y humillado Don Francisco de Vitoria, de la orden de Santo Domingo, por Ramírez de Velasco de Santiago del Estero, y con una Buenos Aires hostil, el hombre de Dios se radicaría en Brasil, y continuaría el negocio esclavista, para fallecer en Madrid, en 1592, en la tranquilidad de un convento.
"El libre cambio mata a la industria naciente. Los que han defendido ciegamente teorías sostenidas en otras partes no se han apercibido que apoyaban intereses contrarios a los suyos. Cuando esta cuestión se discutía en el Parlamento inglés, uno de los ilustrados defensores del libre cambio decía que él quería hacer de la Inglaterra la fábrica del mundo y de la América, la granja de la Inglaterra. Y decía una gran verdad, que en gran parte se ha realizado porque en efecto nosotros somos y seremos por mucho tiempo, si no ponemos remedio al mal, la granja de las grandes naciones manufactureras (...) Yo pregunto, Sr. Presidente, ¿qué produce hoy la provincia de Buenos Aires, la primera provincia de la República? Triste es decirlo. Sólo produce pasto y toda su riqueza está pendiente de las nubes. El año que ellas nieguen riego a nuestros campos, toda nuestra riqueza habrá desaparecido. Es necesario que en la República se trabaje y se produzca algo más que pasto", enfatizaba Carlos Pellegrini en el célebre debate de 1876, que con el industrialismo en ciernes, antes en las ideas que en los hechos, significó un punto alto de los discusiones interminables sobre los modelos de país. Un 15 de octubre de 1871, en la primera Exposición Industrial de Córdoba, y la primera en el país, Sarmiento daba un diagnóstico sombrío del Hecho en Argentina, “si no veis papel, ni vidrio, ni azulejos, ni terciopelos de seda, obra de nuestras manos…necesitamos para el progreso ese complemento indispensable de la industria fabril…desde Cabo de Hornos hasta México hay menos fábricas de papel y de vidrio que las que encierra la ciudad de Pittsburgh en Pensilvania, con menos de cien años de existencia, y a doscientos leguas de la costa” 15 de octubre, quizá mejor fecha que la polémica del 2 de septiembre, o el 3 de julio, recordando la primera ley del congreso de fomento de la industria -textil- en 1873, o, simplemente, el 3 de junio, en homenaje al primer industrialista argentino, Manuel Belgrano.
El desarrollo industrial nativo debería esperar, superados los conflictivos años de la Independencia y las guerras civiles, con el apogeo de los pocos saladeros , y la industrialización del cuero, en manos de terratenientes como Juan Manuel de Rosas (quien promovió medidas proteccionistas que estimularon las economías regionales, en el contexto de los bloqueos extranjeros), a los treinta años anteriores a la crisis de 1890. Más precisamente desde que la ciudad porteña se incorpora a la República Argentina, con el triunfo de Mitre en la batalla de Pavón en 1861, se asiste a un incremento de los establecimientos, que de escasos 41 -recordar que se incluía emprendimientos como panaderías o confiterías- pasa a 400 en 1889, en la estela de la pionera empresa de cocina de hierro, E. Cayol & Cía, que fundada en 1838 puede considerarse la primera fábrica nacional.
Otro punto que marcaría el rumbo futuro es la concentración en Buenos Aires y alrededores, que tenía la ventaja del puerto y las redes ferrocarrileras; sumada a la llegada de un millón de inmigrantes en la década de 1880, aquí la masa que fundaría al obrero argentino. Y, finalmente, la conformación de las primeras grandes empresas con “lo más granado” de los sectores tradicionales de poder, en aquella Argentina conservadora ligada a los campos y la especulación financiera, “las industrias rurales a la cabeza, y son los mismos propietarios de tierras o ganados los que, a menudo, las financian y las explotan -las industrias-. Tal acontece con el azúcar y la vid, si bien comienza a aparecer ya más nítidamente separada en los saladeros, molinos, etc. De cualquier manera la clase industrial argentina no ha nacido libre. Depende estrechamente de la tierra y se siente ligada con sus usufructuarios por más de un lazo de consanguinidad y semejanza”, enfatizaba Adolfo Dorfman en 1940 de un pecado de origen de los industriales nacionales. Algo que ocasionaría que más de una vez sean desdeñados y ninguneados, incluso el presidente Perón decía que los industriales argentinos no eran más que un puñado de viñateros y molineros (recordemos que su primer ministro de economía fue el industrial Miguel Miranda, zar de las conservas, y que los dos gobiernos históricos peronistas intervinieron negativamente en el desarrollo industrial en su conjunto, estimulando sólo grupos ligados a determinadas industrias pesadas. En números concretos del siglo pasado, los periodos de mayor expansión industrial correspondieron a los gobiernos radicales de Yrigoyen, Alvear, Frondizi e Illia)
También la asociación de los primeros industriales tendrá un agente exógeno, agrupados en 1875 en el Club Industrial en la búsqueda de alternativas a la baja de la industria merina, y que sería solucionada el año siguiente con el viaje del buque “Le Frigorifique” , la explosión de la industria ganadera y, en simultáneo, la consolidación de la producción cerealera. A medidas que el modelo agroexportador daba pingües ganancias con escasa inversión y salarios a la baja, el fervor industrialista decaía, y en 1876, año clave en la discusión de qué país queríamos, pasto o chimeneas o un mixto, se decide una gran exposición en Buenos Aires en enero de 1877 que demuestre la vitalidad y variedad de las empresas locales…que cómodamente ocupan el Colegio Nacional. En 1878 se produce una escisión motivada por las escalas e ideologías, y los pequeños artesanos de tendencias socialistas quedan en el Club, mientras que aquellos ligados a la agricultura y la ganadería, conforman el Centro Industrial, que sería la base de la Unión Industrial Argentina, fundada con 870 socios el 7 de febrero de 1887. Con fuertes lazos con la Sociedad Rural Argentina, varios de los inaugurales presidentes de la UIA pertenecían a los ruralistas, y habían ocupado cargos en el gobierno. Antonio Cambaceres, primer presidente de la UIA, era descendiente de saladeristas y, al momento de ejercer el cargo de la flamante entidad, senador nacional.
Otro pecado de origen dirían algunos historiadores, quienes también afirman que pese a lo que suele creer, del escaso peso de los industriales en las albores de la Nación moderna, lo cierto es que la UIA tuvo una presencia muy importante en la vida política de la Argentina conservadora, sea porque varios de sus miembros eran ricos ganaderos o financistas o funcionarios públicos, de alto nivel entre 1880 y 1916, sea porque tenían la capacidad de organizar un gigantesco mitin contra el gobierno. Empujados por una nueva fractura interna en el seno de la UIA, ahora impulsada desde el roquismo y demandas de bajas impositivas, junto a los comerciantes, el 26 de julio de 1899 se dio el insólito espectáculo del desfile de 80 mil obreros, “una cuarta parte de mujeres y niños obreros”, se indignaba Alfredo Palacios, en defensa de los patrones, so pena de despido si no concurrían “voluntariamente” a la Plaza Lorea, la Plaza de Mayo y el Congreso. El diario “La Nación”, órgano de los vacunos -como se consideraba a los terratenientes recalcitrantes-, reclamaba al día siguiente una marcha de “consumidores protestando por el alto costo, y la baja calidad, de los productos argentinos” Durante décadas, en un daño irreparable a la construcción de la conciencia nacional, se exigía a las incipientes industrias vernáculas un sello que marque, en sus manufacturas, un origen extranjero. Desde el Estado Argentino, en la compra oficial de suministros como botones, hechos de pezuñas de vaca.
Capítulo aparte merecen los reales pioneros de la industria, que si bien eran inmigrantes, no eran ningunos desclasados ni venían con una mano atrás y otra adelante. Potentados que traían fortunas y contactos, y que les permitieron la pronta inserción local y éxito de sus empresas. Ernesto Bunge poseía una sólida red de influencias en Bélgica y Argentina, que darían origen al imperio de Bunge & Born. El norteamericano Melville Bagley, quizá el primer industrial moderno en estas pampas, arribó al Río de la Plata en 1862 con un fondos frescos, y se instalaría en Maipú al 200, bajo el éxito de su Hesperidina -patente número 1 de la República-; y su empresa tendría un espectacular crecimiento en el rubro de la alimentación con el dinero de los hermanos Demarchi, hijos del primer cónsul italiano. Emilio Bieckert llega en 1855 de Alsacia, Francia, de cierta fortuna familiar, y con una fórmula tradicional de la cerveza alemana, crece astronómicamente desde un pequeño patio en Balvanera a un complejo industrial en Juncal y Esmeralda, con una alta chimenea que figuraba en las cartas náuticas, y fue el símbolo de la pujanza Buenos Aires de fin de siglo. En 1889, luego de introducir a los gorriones y promover la producción local de hielo, antes se importaba la escarcha del Río Hudson de Estados Unidos, Bieckert deja la conducción a una asociación anónima, que tenía entre sus miembros al futuro presidente Pellegrini.
“Dar a nuestras industrias cimientos robustos y organización científica. Todas ellas se han desenvuelto en virtud a iniciativas aisladas, llevadas a cabo sin orden fijo ni armonía de conjunto”, reflexionaba otro industrialista olvidado, Manuel Augusto Montes de Oca en 1919, “cada industrial ha sido un “pioner”…ha luchado solo en medio de la sociedad y tropezado con la escasez en medio de la abundancia. El avance de las industrias, irregular e inorgánico…carece de fuerza expansiva bastante porque al lado suyo, en adecuado paralelismo, no se han creado las instituciones complementarias para darles aliento”
Fuentes: Vigo, J.M. Hernandarias entre Judíos y Contrabandistas, en revista Todo es Historia. Nº 51- julio de 1971. Buenos Aires; Dorfman, A. Historia de la Industria Argentina. Buenos Aires: Hachette. 1970; Schvarzer, J. Empresarios del pasado. La Unión Industrial. Buenos Aires. CISEA-Imago Mundi. 1991 //
Imágenes: uia.org.ar // Argentina.gob
Fecha de Publicación: 02/09/2021
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