¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónSolemos pintar a la década del 40 como el reinado monolítico de las Orquestas Típicas de D´Arienzo, Pugliese y Troilo. Y decenas de bailarines alrededor haciendo firuletes. Películas como “Melodías Porteñas” (1937) a la más reciente “Luna de Avellaneda” (2004) traen los ecos de pistas colmadas en plazas y barrios, esas que convivían con los salones y cabaret tangueros de la calle Corrientes. Y si bien este fenómeno social es innegable, impulsado también por las excluyentes presentaciones de los tangueros en vivo en las poderosas radios El Mundo y Belgrano, es una postal incompleta del gusto popular porteño del momento. Porque el cetro fue disputado por el bolero y el folklore, quienes serán finalmente los vencedores en los cincuenta.
Ambos géneros musicales acompañan la fuerte migración interna, que alcanza casi un 40% de la población en la Capital, y engrosaba el millón y medio de los sectores humildes en los partidos del conurbano, con mayoría de correntinos, entrerrianos y salteños. Y sus principales consumidoras eran las mujeres que llegaban a trabajar con “cama adentro” desde el mal llamado Interior, a partir de mediados de los treinta, y desplazaban a las mucamas galleguitas inmortalizadas en simultáneo por Niní Marshall. Estas jóvenes fascinadas con los consejos y astros de las revistas femeninas en “Para ti” o “El Hogar”, y fieles escuchas de los ciclos tradicionalistas como “Chispazos de Tradición”, transitaron la mejoría durante el peronismo que hizo que varias pasen de mucamas a trabajadoras calificadas en fábricas. Lo que no nunca abandonaron en esa larga década, que puede ser ubicada desde 1943 a 1955, fue el gusto por los grandes bailes. El Palermo Palace, Parque Norte -antes el Parque Romano de las galleguitas y las primeras migrantes internas de la avenida Las Heras -, el Monumental de Flores, Flor de Ceibo, Círculo Santiagueño, Kakuy y El Palacio de las Flores continuaron a los primeros, y casi clandestinos, bailables de La Boca y Dock Sud organizados por correntinos y paraguayos. Allí las muchachas, entreveradas con conscriptos de lejanos pueblos del país profundo, podían escuchar y bailar sin las miradas rígidas de las patronas de Barrio Norte, o de los aristocráticos militares de los cuarteles de Palermo, con el sentimentalismo de Mario Clavel, Pedro Vargas o Elvira Ríos. Se mimaban con la cadencia sensual de los boleros “Bésame” o “Vereda tropical”, entre otros éxitos radiales y reproducidos en decenas de publicaciones masivas.
Pero el momento cúlmine era la entrada del chamamé Y la voz provinciana de Antonio Tormo, el denostado “cantor de las cosas nuestras”. Atacado debido a que el músico mendocino fue una estrella tan grande como Fanny Navarro o Mirtha Legrand, con sus canciones propias y sentimentales versiones de gatos, chacareras, pasos dobles, valses, zambas y jotas cordobesas. Solamente el tanguero Alberto Castillo podía hacerle sombra en la música, los Troilo o Pugliese iban varios cuerpos atrás. Un héroe obrero del Interior aporteñado, Tormo, constituye la contracara de las heroínas del cine dorado nacional de teléfono blanco, en una misma moneda argentina.
En “Las puertas del cielo” de “Bestiario” (1951), Julio Cortázar describe el Palermo Palace de la calle Godoy Cruz, “un infierno de Parque Japonés –N. de R. uno de los centros de esparcimiento favoritos de los porteños hasta los sesenta, en el actual emplazamiento del Hotel Sheraton de Buenos Aires. Concurrían a este parque de diversiones aproximadamente 30 mil personas por fin de semana-, a dos con cincuenta la entrada, cero cincuenta para las damas. Compartimientos mal aislados, espacios de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una Típica, en el segundo una Característica, en el Tercera una Norteña con cantores y malambos. Puestos en un pasaje intermedio, (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra y ginebra, buscando mesitas y mujeres” cierra Sergio Pujol el extracto, con la contundente reflexión “una verdadera excursión al país de la mucamas”
“Ahora el porteño ya no puede acodarse sobre las mesa de un café porque en la mesa de al lado un grupo de cabecitas negras se emborrachaba ruidosamente. Ya no puede detenerse a ver pasar a la gente en la esquina de Corrientes y Esmeralda porque lo empujaban, ni caminar porque le obstruían el paso, ni viajar porque todo venía lleno y había que hacerse cada vez más chico (sic)” sentencia melancólico Juan José Sebreli en el esplendor de los bailables, la punta de lanza de las peñas folklóricas de los sesenta y, que en esa época de los Típicas, eran aún una manifestación acotada del renacer nativista en pequeños locales como “Mi Refugio”, “El Cardón” y “Mi Rancho”. Allí tocaban La Tropilla de Huachi Pampa de Buenaventura Luna, la primera agrupación de Tormo, Martha de los Ríos, Los Chalchaleros, los Hermanos Ávalos y el enorme Atahualpa Yupanqui, en la estela pionera dejada en los veinte por Andrés Chazarreta en la divulgación del folklore argentino. Los hijos de esas mucamas, obreras y conscriptos que costeaban con sus magros ingresos estos locales nativistas serán quienes sostengan el boom del nuevo cancionero veinte años después.
Entre la orquesta que toca tangos y el conjunto norteño, en el fragmento de Cortázar, aparece otra denominada Característica. Estas agrupaciones fueron el súmmum de la amalgama rioplatense de razas y culturas con un repertorio alegre y despreocupado de tangos, rancheras, valses criollos, milongas camperas, polcas, tarantelas y pasodobles. Feliciano Brunelli, un pianista que trabajó con Troilo, se volcó al acordeón y conquistó multitudes con su Orquesta Característica. Siguió en la ruta hasta principios de los setenta con el innegable mérito de lograr una síntesis musical y cultural entre el inmigrante, el migrante y el porteño, entre lo rural y lo urbano.
Lo que más molestaba a cierta clase porteña de estos 20 y 20, 20 para la pizza y 20 para el disco de la rockola, indefectiblemente folklórico, seguro Tormo, era sin dudas cuando este “aluvión zoológico” contaminaba el ocio y sus lugares, incluso estropeaba la gastronomía europea, “los veremos a todos comer ravioladas los domingos en la glorieta del balneario, ¿de qué balneario? Qué sé yo, siempre hay un balneario, un recreo al borde del río, con manteles de papel acanalado manchados de vino”, se puede leer en el best seller “Los burgueses” (1964) de Silvina Bullrich, y prolonga Eduardo Mallea en “La Bahía del Silencio” (1940), “la supina manifestación de lo cursi, el desplante. Y la ordinariez como si se tratara de cosas ante que cualquier juicio, sobra, y se contamina” Estas taras y fobias de la impureza focalizadas en los cruces con “los cabecitas negras”, el objeto de discriminación predilecto entre los argentinos “bien” a partir de la fuerte migración interna desde 1935 en adelante, era más bien un discurso que ocultaba una gran hipocresía de las clases medias y altas argentinas. Opina un personaje de “La traición de Rita Hayworth” (1968) de Manuel Puig, “se sabe que las últimas piezas en las romerías –N. de R. antecedente inmigratorio de los bailables- las bailan con las sirvientas. Las novias ya volvieron a casa y corren los estudiantes de vuelta a la romerías a sacar a bailar a las negras”
“Pobrecitas, aquello era terrible”, le cuenta un viejo milonguero a Pujol en los noventa, “a veces si las cosas salían como esperábamos, las llevábamos al amueblado, lo que hoy se dice hotel o telo, porque teníamos ojos celestes, porque se habían encariñado con nosotros, porque le hablábamos de otra manera, a la manera porteña. Todo eso las deslumbraba, en el fondo eran chicas muy ingenuas… nosotros éramos sus galanes del folletín. Nos aprovechábamos de ellas cuando a las novias ni las tocábamos. Hoy lo pienso bien y me parece terrible. Es imperdonable”, cierra la cita dejando en claro el abuso pero también el clima represivo sexual de los cuarenta. A pesar del contexto además machista y clasista, las jóvenes de las provincias vivían estos amores de una noche también con cierto revanchismo de clase y de género. Generaban calores y temores entre los varones porteños, “el Santa Fe –Palermo Palace- era Celina”, repite al fin el narrador del cuento de Cortázar sobre un inalcanzable objeto de pasión y amor. Un efímero instante de rebelión de mujeres pobres ante una sociedad que las necesitaba, en la casa o con sus hombres, pero las segregaba y estigmatizaba como la “mucamita” o la “negrita”
Como se desprende del artículo, el enorme camino del gran baile nacional no está exento de barreras ideológicas y culturales, artísticas y sexuales. Cantemos el clásico “Así se baila el chamamé”, gritando un sapukay y en alpargatas, hermanados en el recuerdo del multitudinario Patio Criollo de la zona Retiro de principios de los cuarenta, “que toquen un chamamé/ para bailar zapateado/ Y mostrarle a los puebleros –léase porteños-/ cómo se baila en el pago/ Sacá la daga, paisano/ paseála por la cancha/ mientras tiemblan las cordianas/ los músicos de la bailanta”, concluye la letra del “Molina Campos del chamamé”, Mario Millán Medina. Antes que la megadisco, estuvo la bailanta. Ese espíritu combativo frente a los porteños, y orgulloso del provinciano y sus costumbres, se irá suavizando hasta llegar al litoraleño “El rancho é la Cambicha” (1951), en la voz de Antonio Tormo, y la friolera de cinco millones de copias vendidas en un país de quince. “Esta noche que hay baile en el rancho e' la Cambicha/Chamamé de sobrepaso tangueadito bailaré/Chamamé milongueado al estilo oriental/Troteando despacito como bailan los tangué” arranca este clásico de los clásicos argentino también escrito por Millán Medina. Una letra que tiende puentes entre Buenos Aires y el País, tango y folklore. Al ritmo de esta música popular debería entrar en el túnel del pasado argentino el miedo a la contaminación social, al mestizaje, al mantelito de papel manchado de vino. O, si no pasó todavía, esa es la tarea.
Fuentes: Pujol, S. Historia del baile. De la milonga a la disco. Buenos aires: emecé. 1999; Troncoso, O. Buenos Aires se divierte. Buenos aires: CEAL. 1971; Portorrico, E. Diccionario biográfico de la música argentina de raíz folklórica. Buenos Aires: Ediciones del Autor. 1997; Luna, F. (comp) “Los rosados tiempos del bolero” en Historia de la Argentina. Buenos Aires: Hyspamerica-Crónica. 1992
Fecha de Publicación: 27/09/2020
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