¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónSi Mariano Moreno fue el cerebro revolucionario de Mayo, Juan José Castelli su orador fervoroso, Bernardo Monteagudo sería la pluma incendiaria que esparciría la Independencia desde Buenos Aires a México. El compromiso con la causa americana, que no varía teniendo de aliados desde San Martín y Bolívar a Rivadavia y Alvear, bandos contrapuestos que no dudaron en incorporar a sus huestes el torbellino de ideas de este moreno tucumano, extremadamente culto y amable. Que no vacilaría en fusilar a españoles y criollos por la Santa Revolución. Monteagudo tiene su papel en la historia de la intolerancia americana, y sus días acabarían apuñalado en un callejón de Lima “Formar un foco de luz que ilumine América –solicitaba Monteagudo en “El Amigo de la Patria” de 1822, publicado en Guatemala, y anticipándose al Congreso Americano de Panamá convocado por Bolívar en 1826 cuando aún todo estaba por hacerse, saboteado por ingleses, norteamericanos y porteños, por igual- Crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos: estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos en un lazo común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar una sola familia” Jamás tan cerca y tan lejos de la Patria Grande ese 1826. Monteagudo no viviría para ver un nuevo fracaso del sueño eterno de la América Unida.
Monteagudo provenía de una familia tradicional tucumana, adinerada en el monopolio de licores señala Tulio Halperin Donghi, y vino al mundo probablemente el 20 de agosto de 1789, en el año de la Revolución Francesa; un suceso radical que inspiraría sus ideas hasta el fin de sus días. Sobre su filiación hay todavía dudas debido a la tez, con padres blancos, y sería uno de los agravios proferidos contra él, “mulato” –quien le puso ese mote fue Juan Martín de Pueyrredón, quien le cuestionaba representatividad por ese supuesto origen, en la Asamblea del Año XIII- Aprende las primeras letras con curas de la región y consigue recibirse de doctor en teología en Chuquisaca, entonces faro de las luces emancipadoras insufladas por viejos jesuitas. Egresado en leyes en 1808, rápidamente integró las camadas revolucionarias de “abajeños”, tal como se conocía a los nacidos en el Río de la Plata y el Litoral, entre ellos Juan José Paso, Tomás Anchorena, Moreno y Castelli. Cobra notoriedad en 1809, con sólo 19 años, con el “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Eliseos”, un encuentro dialéctico entre el emperador inca, asesinado hacia 300 años por Pizarro, y el actual preso monarca español de Napoleón; y que constituye una incitación a los americanos a las armas “Habitantes del Alto Perú: si desnaturalizamos e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos; desaparezca la penosa y funesta usurpación y amanezca el luminoso y claro día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia: vuestra causa es justa, equitativos vuestra designios” Participa en las revueltas de Chuquisaca del 25 de Mayo de 1809, camino a la Revolución de Mayo de Buenos Aires en 1810, y, según algunos autores, redacta la Proclama de la Ciudad de La Plata –como se conocía a Chuquisaca- que adelanta los deseos de los criollos de romper con la Metrópoli. Es enviado a Tupiza por los rebeldes pero el gobernador Saénz, y el subdelegado Goyena, ambos realistas, lo encarcelan sucesivamente. Liberado en Potosí, se dirige a La Paz como teniente de artillería sedicioso, donde la rebelión americana se extendió hasta junio, y que fue brutalmente reprimida por los españoles, al mando de Goyeneche. Aparentemente Monteagudo salva su cabeza por los contactos en la audiencia real y el clero. Varios de sus captores, y benefactores, serían fusilados con su firma cuando integre el Ejército Auxiliar porteño al mando de Castelli.
En prisión con el estallido revolucionario del Río de la Plata, Monteagudo evade la cárcel de la Audiencia de Potosí con el pretexto de una “merienda con madamas” (sic), Monteagudo un temido seductor de la época, y se incorpora dos días antes al ejército patrio que obtiene la primera victoria nacional, Suipacha, el 7 de noviembre de 1810 “Nadie va a dudar, ni aquí ni en el mundo, que nuestra revolución va en serio”, ficcionaliza Pacho O´Donnell, el instante que Monteagudo sugiere a Castelli que fusile a los gobernantes españoles en Potosí. Este accionar despiadado, que tenía su antecedente en el fusilamiento de Liniers, órdenes expresas de Moreno, y las supuestas herejías de los porteños en las iglesias del Alto Perú, instigados en el anticlericalismo de Monteagudo y Castelli –se habla incluso de misas negras y violaciones en los atrios-, ganan el rencor de los arribeños, preludio del desastre de Huaqui. Monteagudo escribiría en su diario “Mártir o libre”, ya instalado en la comodidad de la sociedad porteña de 1812, “Me ha acercado con placer a los patíbulos de los arcabuceados –en Potosí- para observar los efectos de la ira de la Patria y bendecirla por su triunfo…El último instante de sus agonías fue el primero en que volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos”, sentenciaría en uno de los tantos periódicos que fundaría el publicista, en sintonía con el plan moreniano de contar con medios de expresión para influenciar a la opinión pública. Monteagudo es un –incómodo- padre del periodismo nacional, siempre tendencioso.
Sus primeras acciones en Buenos Aires, luego de ser excarcelado en Tucumán por sus influencias, sería la defensa de Castelli y Balcarce en el juicio por ineptitud y traición, realizado por el Primer Triunvirato a la vuelta de sus derrotas en el Norte, y donde Monteagudo demostraría un innegable talento y conocimiento de las leyes –aunque no salvaría a que Castelli vuelva a la cárcel por el mismo proceso y fallezca allí por un cáncer de lengua, el orador fogoso de la Revolución. Ingresado a la Sociedad Patriótica morenista en 1812, y luego a las logias masónicas que nuclearía la Logia Lautaro, destaca en el periodismo con combativas columnas en el diario Gazeta de Buenos Ayres, que muchas veces no coinciden con el pensamiento del gobierno, en la pluma del editor Vicente Kanki Pazos Silva. Rivadavia decidiría suspender esta publicación por la virulencia de los columnistas enfrentados, en el mismo espacio, que se suponía debía difundir nomás los –buenos- actos de gobierno. Monteagudo sería el fiscal que pediría el ajusticiamiento de Martín de Álzaga en 1812, ahora contrarrevolucionario, antes héroe en la defensa de Buenos Aires contra los británicos, y Rivadavia, cuando firmaba la orden contra los pro realistas, entre ellos un enemigo de Monteagudo, Fray José de las Animas, colgados varios días delante de la pirámide de Mayo, le pediría al tucumano: “Basta de sangre para nuestra patria” No sería la última sentencia de muerte rubricada por Monteagudo.
Monteagudo pasaría de redactor de la Asamblea del Año XIII, inspirador de varias normativas progresistas que llegan hasta hoy en la Constitución, al publicista del dictatorial Alvear en 1815, sin perder con ello la amistad de San Martín ni la de Rivadavia. Como nunca se sabrá la historia detallada de las logias masónicas, los miembros tenían pena de muerte si revelaban sus secretos, lo que a primera vista podría resultar acomodaticio, quizá tenga relación con acuerdos entre cófrades que el tiempo se ha llevado. De Monteagudo se sabe su afectación a la buena vida, los gustos refinados, y las maneras “afeminadas” –en aquella época refería a los hombres bien vestidos y de buenos modales-, aunque convengamos que se le criticaba bañarse a diario, usar perfumes, la ropa limpia o las uñas emprolijadas, algo usual entre los burgueses europeos contemporáneos. Por pertenecer al bando de Alvear, cae en desgracia en 1815, desterrado por otro de sus grandes enemigos, el director supremo Pueyrredón, y vía Río de Janeiro, arriba a Europa. Allí subsiste apenas con la ayuda de Larrea y Rivadavia, quien intercedería con el gobierno porteño para su regreso. Apenas desembarca de un azaroso viaje, se embarcación naufraga en costas de Uruguay, lo mandan a un nuevo destierro en Mendoza. De incógnito pasa a Chile en diciembre de 1817 y allí sería fundamental, como antes en Argentina, o después en Perú, en la organización política y jurídica de las nacientes naciones libres.
Una vez que entabla relación con el círculo chileno, no solamente se gana la confianza de San Martín, sino de Bernardo O´ Higgins, y entre ambos lo designan auditor del Ejército de los Andes; algo que Pueyrredón repudia desde Buenos Aires. En esta circunstancia Monteagudo, un argentino, un tucumano, redacta el Acta de la Independencia de Chile en 1818, e influye en las primeras medidas liberales de gobierno de O´Higgins. Pero ocurre la derrota de Cancha Rayada y Monteagudo huye a Mendoza, sin poder dilucidarse el por qué. Allí para desgracia de ellos encontrará a los hermanos Carrera, Juan y José Luis, antiguos rivales de O´ Higgins, y ciertamente intrigantes en la causa americana, y ordena su fusilamiento de los hoy héroes nacionales chilenos. Como haría con el también hoy prócer transandino coronel Manuel Rodríguez, quien salvó a los ejércitos patrios del desastre en Cancha Rayada junto al general Las Heras. Una visión desapasionada arroja que eran elementos problemáticos –los temibles y anárquicos húsares negros de Rodríguez, amigo de los Carrera; los volubles Carrera que tampoco eran queridos en el Río de la Plata-, y que abrían demasiados frentes internos a los patriotas, aunque eso no excusa la violencia revolucionaria.
Vuelto a Santiago de Chile, San Martín enojado porque había prometido que no ejecutaría a los hermanos Carrera a las damas patricias locales, Tomás Guido que lo detestaba, O´ Higgins que no quería más problemas, suman para que Monteagudo termine confinado por poco tiempo en San Luis en 1818 –donde también firmaría la sentencia de muerte de sublevados contra el gobernador Dupuy- O´ Higgins lo vuelve a llamar para funciones de gobierno al que sus enemigos llamaban “el genio del mal”, Monteagudo allí instala el llamado a una confederación americana desde el periódico “El Censor de la Revolución”, antecedente de la Organización de Estados Americanos, y en Chile se lo asciende a teniente coronel. Mientras tanto colabora con San Martín, desde Valparaíso, en el plan libertador de invasión al Perú.
“Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo falta que el valor consuma la hora de la constancia. Acordáos de que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no vais de conquista sino a liberar pueblos. Los peruanos son nuestros hermanos: abrazadlos y respetadlos como respetasteis a los chilenos después de Chacabuco”, en el famoso discurso en la voz de San Martín, letra de Monteagudo, antes de zarpar en agosto de 1820 de Valparaíso. El Libertador tenía en mente para el mulato Bernardo, en el cargo de Auditor General del Ejército Argentino, la guerra sicólogica, a fin de levantar las revueltas en los pueblos del Alto Perú, debido a que los ejércitos mayormente argentinos eran claramente inferiores en cantidad y armamentos. Una vez que triunfa en esta nueva “guerra de zapa”, y San Martín entra a Lima sin disparar un tiro en 1821, su ministro Monteagudo inicia una eficiente gestión que reparte en la organización del ejército y la marina, los hospitales de guerra, y la educación, fundado la Biblioteca Nacional peruana y una escuela normal mixta. Pero la extrema rigidez de su apostolado liberal, prohibiendo los juegos de azar y persiguiendo a los españoles en Lima, aboliendo la esclavitud de los indios y alentando reformas agrarias, lo enemista de la aristocracia limeña. Además sus tendencias monarquizantes parlamentarias, similares a las de San Martín o Bolívar, ya que consideraban que las jóvenes naciones no estaban preparadas para el republicanismo ni la democracia, se granjea la reprobación de los aliados peruanos, que empiezan a llamar al gobierno del Protector del Perú San Martín, “la Corte del Rey José”, y que “estos argentinos se piensan que Perú es su estancia” Apenas el Libertador parte a Guayaquil a la histórica entrevista con Bolívar en 1822, dejando a Monteagudo a cargo, estalla una revuelta, y el agitador revolucionario es desterrado a Panamá “Yo no renuncio a la esperanza de servir a mi país, que es toda la extensión de América” fueron sus palabras de despedida del Perú, el autor del Plan General de Federación de Estados Hispanoamericanos (1821), aborrecido por los localismos y aristocracias terratenientes de Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima, sin excepción.
Destinaría su tiempo en la puerta sur de Centroamérica en agitar las ideas revolucionarias del Mayo argentino, por eso en varios países de la región aparece el celeste y blanco en las banderas, además de las corsarios con enseña nacional que se fletaban desde el Río de la Plata, y a conocer por todos los medios posibles a Bolívar. Finalmente se encuentran en Ibarra, a orillas del lago Cuicocha, Ecuador, y el impacto en el Libertador de Colombia es enorme, “Monteagudo es un hombre extremadamente útil en mi gabinete”, diría el vencedor de Junín. En esa reunión le destina misiones en Guatemala y México que interrumpe con el llamado de Bolívar para el ingreso triunfal a Lima en 1824. Lo que tal vez no estaba en los cálculos del venezolano era el odio visceral de muchos limeños, y que pese a las decenas de advertencias de sus oficiales, no hizo más que reponerlo en lugares de poder, al igual que San Martín. Algunos historiadores señalan que a Bolívar parecía “divertido” un revulsivo como Monteagudo, de concepciones en las antípodas de las viejas tradiciones españolas e incaicas, y lo introducía desafiante en mesas y salones. Sin embargo el peruano ministro Sánchez Carrión, defensor de las ideas republicanas, y activo participante en su destierro, acumulaba odios en contra el argentino, que se agregaban a los rumores de que Bolívar pensaba reemplazarlo por Monteagudo. Una noche del 28 de enero de 1825, a la salida de una visita a una dama limeña, en una oscura y perdida calle, Bernardo Monteagudo fue apuñalado hasta morir por Candelario Espinosa. Se apagaba absurdamente la pluma de la Revolución Eterna. San Martín en 1833 remitía al limeño Mariano Álvarez, “una pregunta sobre la cual hace años deseo tener una solución verídica y nadie puede dármela…se trata del asesinato de Monteagudo: no ha habido una sola persona que venga del Perú, Chile o Buenos Aires a quien no hay interrogado sobre el asunto y cada uno me da una versión diferente”, en una muestra del afecto del Libertador a su escriba favorito. Afirma la leyenda que Bolívar obtuvo la confesión de Espinosa esa misma calurosa noche, en una mazmorra colonial, y se la guardó a la eternidad. La historia dice que en menos de un mes del verano fatal para Monteagudo serían hallados muertos Espinosa y, envenenado, Sánchez Carrión.
“Ciudadanos: agotad vuestra energía y entusiasmo hasta ver la dulce patria coronada de laureles y a los habitantes de la América en pleno goce de su augusta y suspirada INDEPENDENCIA”, reclamaba Bernardo Monteagudo en 1811, primer ciudadano de la Patria Grande.
Fuentes: O´ Donnell, P. Monteagudo. La pasión revolucionaria. Buenos Aires: Planeta. 1995; Soto Hall, M. Monteagudo y el ideal panamericano. Buenos Aires. 1983; Rosa, J. M. Historia Argentina. Tomo III “La Independencia Argentina”. Buenos Aires: Editor Juan C. Granda. 1951
Imagen: Ente Cultural Tucumán
Fecha de Publicación: 20/08/2021
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