¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónBuenos Aires - - Martes 30 De Mayo
Contrariamente a lo que sostienen algunas corrientes, la batalla de Caseros no detuvo las guerras civiles del siglo XIX, y las trincheras porteñas de Constitución, Parque de los Patricios y Barracas de 1880 fueron testigos de los últimos disparos entre hermanos, con el capítulo incluído de la Guerra contra el Paraguay. Para corroborar esto basta revisar el Pacto de San José de Flores, firmado con las armas humeantes de la Batalla de Cepeda del 23 de octubre de 1859, y comprobar que el garante de la paz entre Buenos Aires y la Confederación Argentina no era otro que el presidente del Paraguay, antes que sea el odiado dictador a derrocar en 1864, Francisco Solano López. La segunda Cepeda se inscribe como tantas otras páginas en los desencuentros nacionales, en las pequeñas traiciones y pactos secretos, y en las narraciones contrafácticas, deleite de los historiadores contemporáneos, ¿qué hubiese pasado si Urquiza avanza sobre la poderosa Reina del Plata, repite el terror de 1852, e instala un gobierno títere? ¿O si los porteños cumplían el pacto de San José de Flores y se integraban pacíficamente a la República, aceptando la Constitución de 1853? ¿podría existir la Argentina?
La resolución de 1859 no era otra que volver a las armas. Si bien el detonante fue la política confederada de derechos diferenciales, que propugnaba un irrealizable traslado de la operación portuaria a una inexistente Rosario, violentamente rechazada por el gobernador bonaerense Valentín Alsina, la podredumbre había comenzado varios años antes. Buenos Aires tenía su propia constitución desde 1854, en desafío a la nacional. Desde esa posición aislacionista, sostenida por el financiamiento inglés y francés, sumado al imperial brasileño –que jugaba a dos puntas, solventando el débil gobierno confederal en Entre Ríos-, comenzó una lenta prédica al resto del país en imponer la idea de la “Hermana Mayor”, y que la aduana, su aduana, no era un instrumento de protección sino de rentas, que ocasionalmente, podría compartir. En el frente interno, los pandilleros, los viejos liberales, unitarios y rosistas, dominaban las elecciones con sus proclamas de “Buenos Aires, la única patria”, y barrían con los chupandinos, los federalistas porteños, que escapaban a Paraná, la nueva Montevideo, ante los atropellos instrumentados por los miembros del futuro Partido Autonomista Nacional –Sarmiento y Mitre sostenían que con el miedo se gobernará siempre a este pueblo, con el desprecio de José Hernández, válido en 1856, válido en 2021. Para que se tenga una cata de la profundidad de la grieta, el primer censo bonaerense del 17 de octubre de 1855 dio 54.322 habitantes y 38.062 extranjeros ¿De qué países venían estos inmigrantes? De las provincias argentinas.
En septiembre de 1859 el asesinato del gobernador sanjuanino prourquicista Nazario Benavídez, instigado desde la prensa porteña por Sarmiento, que ocupaba la Dirección de Escuelas (sic), caldeó aún más los ánimos y el Congreso Nacional autoriza a Urquiza, en su carácter de presidente de la Confederación, a “resolver la cuestión de la integridad nacional respecto la Provincia disidente de Buenos Aires, por medio de negociaciones pacíficas o de guerra” El fogoso Adolfo Alsina, el caudillo porteño hoy olvidado pero fundamental en cimentar el orgullo ciudadano, en aquel célebre debate de 1862 por la federalización de Buenos Aires, recordaría el escenario de tres años atrás, “Urquiza presenta para nuestra aprobación la Constitución del 53…y la saludamos a balazos...lo que es perjudicial para Buenos Aires, es perjudicial para la República”, remató con los vítores de la barra de los muchachos pandilleros, antecedente de las patotas de niños bien de la Semana Trágica de 1919.
“Sabe usted que éste ha sido siempre el sueño de mi vida: la corona del martirio se arranca en el campo de batalla o el tribuna; estos puestos no son para los cobardes egoístas…oh! Yo desearé con toda mi alma ser el representante del pueblo de mi nacimiento” escribía un adolescente Bartolomé Mitre a los agentes italianos, mercenarios que complotaban contra el gobierno de Juan Manuel de Rosas, desde Uruguay. Esta deseada oportunidad aparecería a Don Bartolo cuando accede a su primer cargo público, diputado de la Cámara de Representantes, del cual sería expulsado con la intervención confederal de 1852, luego rechazada por el movimiento sedicioso del 11 de septiembre que separa a la rica provincia del país por ocho años –alguna vez la capital de la República debería explicar el por qué una plaza céntrica, celebra la ruptura de los principios republicanos; una que cobija, además, a Bernardino Rivadavia contra su voluntad. El coronel Mitre en 1856 propone en el diario El Nacional “La República del Río de la Plata”, que lisamente formula la separación definitiva de Buenos Aires y la constitución de un Estado-Nación; algo que efectivamente sucedía con el envío de 62 cónsules porteños a la principales ciudades del mundo mientras el único representante de la Confederación Argentina era Juan Bautista Alberdi. Al cual Paraná no podía abonar los sueldos en tanto el puerto de Buenos Aires, y la hacienda, beneficiados por el aislamiento económico y la beligerancia inaudita –cañones apuntaban a quien no pasara por su puerto- , “tiene doce millones de depósitos de particulares en el banco…doscientas mil onzas de oro…¿vas a hablarle de Urquiza, el Congreso y todas esas majaderías”, aclaraba a un confidente el político más lúcido, y mordaz, de su generación, Sarmiento.
Urquiza, el general que venció en los campos y perdió en los escritorios
La carrera militar previa de Mitre no justificaba que se lo ponga al frente de la Guardia Nacional –porteña- de 4 mil jinetes, 4700 infantes y 24 piezas de artillería. Pero Don Bartolo siempre fue más hábil con el verso, y el papel, que con el sable. Sólo así se explica que su carrera arranque con el fusilamiento de héroes de la Guerra contra el Brasil y Vuelta de Obligado, el coronel Bustos y el coronel Jerónimo Costa, aliados de las montoneras que invadían el norte de Buenos Aires en 1856, apañadas por el presidente Urquiza. Por de Mitre fueron fusilados, al igual que los 140 gauchos que los acompañaban desde Zárate. Un par de años después, siendo ministro de Guerra del implacable Pastor Obligado, dirigió la Guardia Nacional –porteña- a la frontera contra el indio en Tandil, Azul, Bragado, Junín y Rojas. Fue la única vez que un ejército de línea con cañones, infantería y caballería pierde con un malón de lanzas y boleadoras. Además contaba con superioridad numérica Don Bartolo en Sierra Chica; que pudo destacarse en otras lides el traductor del Dante, pero jamás el mando de tropa. Por increíble que parezca luego de este desastre, que Mitre sobrevivió escondido en Azul, fue nombrado como general, pese al rechazo del Senado. Y así partiría a una nueva derrota en Cepeda a mediados de octubre de 1859, despedido en la Plaza de la Victoria con un discurso que él se comparaba con Napoleón. Allí iba Mitre a una vieja conocida región de las guerras intestinas argentinas porque cuarenta años atrás los federales de Estanislao López y Pancho Ramírez destrozaban a los dictatoriales porteños y abrían el capítulo de un federalismo posible. Que las batallas de Cepeda y Pavón cancelarían.
“En Cepeda y en el río Paraná, las fuerzas federales hicieron menos de lo que pudieron hacer; las fuerzas de Buenos Aires hicieron más de lo que pudiera esperarse” sentenciaba Ramón Cárcano porque el lado de Urquiza, que pretendía una “sola e indivisible República” como legado de su presidencia, el arquitecto de la Nación Argentina, superaba ampliamente al enemigo sedicioso con diez mil jinetes, tres mil infantes y 30 piezas de artillería. El general Urquiza ante la vista del arroyo de Cepeda – a 45 km al suroeste de la ciudad de San Nicolás, norte bonaerense- , el mismo que Mitre prometía histriónico que sería la “tumba del caudillaje”, arengó a sus soldados, varios experimentados montoneros, a punto de chocar con improvisados porteños, “Tenéis cerca el Ejército enemigo ¡vamos a batirlo!...necesita una lección más la demagogia y el crimen. He querido evitar la sangre y he procurado la paz…conquistemos por las armas, como vosotros deseáis, una paz duradera. La libertad del pueblo de Buenos Aires, la integridad y la paz de la República han armado nuestro brazo” Antes las milicias confederadas habían obtenido el éxito fluvial en una pequeña escaramuza cerca de la isla Martín García. El barro retrasaba el posicionamiento de carretas y cañones, y ambos cuarteles se impacientaban. A las 18 del 23 de octubre de 1859, el general Urquiza ordena la carga de la caballería federal.
Y de nuevo la impericia de Mitre, de acuerdo a Carlos D´ Amico, deja que los jinetes federales arrasen su vanguardia, débilmente protegida, y aniquilen a la caballería, dejando a la infantería encerrada, perdiéndose batallones enteros –Adolfo Alsina al frente del Cuarto Batallón peleó con valentía y odio a Mitre, que mandaba al matadero a sus soldados partiendo sus enlistados con órdenes contradictorias, en pleno combate “Huyó sin caballería, sin combatir apenas se trabó la batalla; en los primeros ataques fue destruida su izquierda y perdió dos mil prisioneros”, refiere Cárcano. Lo que no estimó Mitre es que Urquiza, a dos tiros de cañón de donde quedaron los maltrechos porteños, se detuvo porque el mismo barro, el obstáculo de ambos ejércitos, retrasaba a la infantería y artillería confederada, y los recursos de su parque, retardados a retaguardia. Esta situación fortuita motiva a que cerca de las 23, convencido Mitre, “no pudiendo hacer nada” se retire sin esperar a los 2500 jinetes a las órdenes de Emilio Castro y Martín de Gainza; que tal vez podrían haber doblegado a Urquiza y sus inmovilizados batallones. El general Mitre parte entre gallos y medianoche con los dos mil sobrevivientes, habían muerto 500 bonaerenses y sin el parque artillero, a San Nicolás, y vía fluvial, a una Buenos Aires que temía la venganza de los “bárbaros” de las provincias.
Esto no ocurrió y queda en la neblina de la historia. Algunos sostienen que fue la intención de paz que motivaron a Urquiza a no aniquilar a los porteños, que volvía a batir como en 1852, y que no pretendía exaltar las pasiones y odios entre paisanos. Y apostó a 20 mil soldados en San José de Flores, a la espera de qué resolvía Buenos Aires.
Mitre, aunque parezca increíble, fue recibido como un héroe por el gobernador Alsina, “Si la fortuna o la composición y número de los elementos puestos bajo mis órdenes no me han permitido obtener un triunfo completo por la causa que sostiene Buenos Aires, tengo la satisfacción de haber hecho batirse heroicamente uno contra cuatro, y de haber salvado casi intactas las legiones que el pueblo me confió el día del peligro”, aunque retornaba con soldados hechos jirones, y en la Reina del Plata cundía el pánico, con rumores que se venía la montonera colorada de Urquiza por el norte y los indios por el sur. Que los generales porteños Conesa, Hornos y Flores habían sido fusilados en las puertas de la iglesia del oeste. Nada de eso pasaba por la cabeza de los generales confederados, en palabras de Urquiza, “Compatriotas: he ofrecido a aquel gobierno la paz antes que se vertiese una sola gota más de sangre, para resolver una cuestión de fraternidad, que un poco de cordura y de patriotismo debía zanjar fácilmente sobre la felicidad común…2 mil prisioneros tratados como hermanos es la prueba que os ofrezco de sinceridad…a fin de mi carrera política, mi única ambición es contemplar desde el hogar tranquilo, una y feliz, la República Argentina, que me cuesta largos años de crudas fatigas…deseo que los hijos de una misma tierra y herederos de una misma gloria, no se armen más los unos contra los otros; deseo que los hijos de Buenos Aires sean argentinos” En simultáneo, Alsina alistaba la defensa armada de la ciudad en sitio virtual, en Morón, pero esta vez Mitre, aún afectado por la derrota, y con una alta cuota de realismo político que siempre ostentó, no apoya porque se aprestan los términos del Pacto de San José de Flores del 11 de noviembre de 1859.
Carlos Tejedor –veinte años después empuñaría las armas contra la Nación, al igual que Mitre, para impedir el ascenso de Julio Argentino Roca, más que la federalización porteña…-, Juan Bautista Peña y Antonio Cruz Obligado, por Buenos Aires, y Juan Esteban Pedernera, Daniel Aráoz y Tomás Guido, el lancero de San Martín y nuestro representante en Brasil y Uruguay -nunca fue nada más que la pelea entre argentinos-, aceptan las imposiciones de Urquiza: la dimisión del gobierno porteño y la promesa de integración a la Confederación Argentina, con la garantía del próximo “tirano” paraguayo Solano López. Será para los porteños humillante este acuerdo, atacan públicamente a Mitre, con la nacionalización de la Aduana y la promesa de avenirse a discutir la Constitución del 53 que habían rechazado a “balazos”, pero bajo cuerda saben, en dichos de Don Bartolo, que este pacto lo “pueden soltar cuando quieran” En el punto diez del documento se hablaba de que “queda establecido por el presente pacto un perpetuo olvido de todos las causas que han producido nuestra desgraciada desunión, ningún ciudadano argentino será molestado de modo alguno”, una de las tantas amnistías fracasadas. Tampoco Urquiza sale indemne, “llegó como vencedor y negoció como vencido”, y Alberdi sentencia la entrega de la Nación a Buenos Aires como el último legado de un cansado Urquiza –en verdad, el último acto de gobierno fue nombrar en el cargo máximo del ejército argentino, brigadier general, a Mitre (sic) El Pacto de San José de Flores de 1859 sigue el camino del resto de los grandes acuerdos argentinos, los famosos pactos preexistentes constitucionales, firmado por todos, cumplido por ninguno.
Cercano emerge Pavón, otra vez nunca se sabrá el por qué Urquiza, nuevamente vencedor en la batalla en 1861, se retiró a sus negocios privados en el Palacio San José. Algo que enervó a sus aliados, matándolo en vida, entre ellos el futuro autor intelectual de su asesinato en 1870, y que había participado también de Cepeda, Ricardo López Jordán. Una de las primeras medidas del presidente Mitre fue restituir el nombre de República Argentina en vez de Confederación, tal cual había proclamado la constitución unitaria de 1826. Todo un símbolo, que le dicen.
Fuente: Cárcano, R. J. Del sitio de Buenos Aires al campo de Cepeda (1852-1859). Buenos Aires: Imprenta y Casa Editora Coni. 1921; Camogli, P. Batallas entre hermanos. Buenos Aires: Aguilar. 2009; De Marco, M. A. Bartolomé Mitre. Biografía. Buenos Aires: Planeta. 1998
Fecha de Publicación: 23/10/2021
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