¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónHubo grandes festejos para los bicentenarios de la Revolución de Mayo e Independencia. Nadie casi pocos recordaron la Asamblea de 1813, primer Congreso Argentino, y que intentó organizar la Nación. Una que se adelantó a la defensa de los derechos humanos con la libertad de vientres. O que fijó para siempre la cívica patria con el escudo y el himno, y adoptando la bandera que Manuel Belgrano nos legó, haciéndola desfilar orgullosa en la sucia Buenos Aires, en las primeras Fiestas Mayas. Que los asamblearios, llegados desde el Alto Perú a Córdoba, habían organizado para entonar el oíd mortales, una llamada atronadora que pronto liberaría medio continente con la espada del Gran Jefe Militar de la Independencia, e ideólogo de la Asamblea, José de San Martín. La memoria no ha sido justa con una Asamblea que empezó insurgente, tácitamente declarando la Independencia y dictando una proto Constitución, y giró al final conservadora, entre la reacción realista y las ambiciones de los hombres. Empezó popular, terminó en dictadura, primeros sablazos de la larga guerra civil que se extendió hasta 1880. Empezó con medidas soberanas de protección a las economías regionales, acuñando moneda propia, terminó con los primeros casos de corrupción de la burocracia criolla. Quizá, oculta, de lo que no se habla es que fue un experimento prematuro de democracia de masas. De eso, no se habla.
Los 24 diputados elegidos que iniciaron las sesiones un 31 de enero de 1813 a las diez de la mañana en el edificio del Consulado en Buenos Aires, actual San Martín 137, la única casa decente de dos plantas de un aldea de 40 mil habitantes, habían llegado de Córdoba, Tucumán, Misiones –representando a las naciones indígenas-, Corrientes, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Maldonado, La Rioja, Santiago del Estero, San Luis, Soriano, Catamarca y Buenos Aires. Y se reservaba la representación de las provincias aún bajo el yugo realista del Alto Perú, del díscolo Paraguay, y a los conflictivos y autonomistas orientales de José Artigas. La antigua capital virreinal se había reservado cuatro bancas, señales del futuro unitarismo porteño, pero también muestra del poder que alcanzó la Logia Lautaro, tras el golpe de Estado de octubre de 1812. San Martín, Bernardo de Monteagudo y Carlos María de Alvear movieron los hilos de la Constituyente Asamblea del Año XIII con objetivos claros, al menos en los primeros meses, Independencia y Constitución para las Provincias Unidas del Sud, ampliación a la unidad latinoamericana, republicanismo y democracia, restringida en los términos del siglo XIX, pero democracia de masas al fin. Una que era un derivado del movimiento de alzamientos populares contra el Virreinato de fines del siglo anterior, a las que las élites porteñas se plegaron tardíamente pero otorgaron organización y conciencia revolucionaria. Y que constituyó una realidad política desde el Reglamento de febrero de 1811, que impulsaba la democracia indirecta, el voto de la campaña, sustituyendo a “la parte sana y principal del vecindario”, los cabildos. Esta experiencia feliz, que se extendió hasta la mal llamada Anarquía del XX, porque solamente ocurrió en Buenos Aires, fue prontamente objetada por “la parte sana y principal del vecindario”, dando origen a un conflicto que recién se resolvería con la Ley Sáenz Peña en 1912, pese a que el derecho del voto estaba consagrado en la Constitución de 1853.
Uno de los conflictos iniciales arrancó en la misma sesión inaugural con la moción del diputado Alvear, que pidió la jura por la Nación, una entelequia de soberanía de los pueblos que venía más de los libros y discursos del morenismo radical que del pasado hispanoamericano. Y a eso se agrega que de fidelidad al Rey Fernando VII, nada. Un nuevo orden político asomaba, aún irresuelto, porque por un lado estaba la Logia Lautaro soñando con una Nación Argentina, bajo la égida del puerto del Río de la Plata que había iniciado el proceso revolucionario en el Virreinato, y las provincias, que pensaban en un sistema confederal –no federal-, de autonomías asamblearias tal como era la tradición hispanoamericana, con el aliento de Artigas desde el Banda Oriental. El Padre de los Pobres Rioplatense había avalado a la Constituyente siempre y cuando se acepten sus seis diputados –recordemos, Buenos Aires tenía cuatro, bajo el control de la Logia- y se respeten las soberanías regionales, además de otros temas urticantes en las famosas “Instrucciones para la Asamblea del Año XIII” como la libertad aduanera. Esto iba en contra de la formación de la idea nacional que sostenía la Sociedad Patriótica morenista –y porteñista- por lo que fueron rechazados los orientales. Unos meses después, en Santa Fe y Entre Ríos estalla la larga guerra civil argentina, primero unitarios y federales, luego secesionistas porteños y nacionales.
“Juran ustedes a Dios Nuestro Señor sobre los Santos Evangelios y prometen a la Patria desempeñar fiel y exactamente los deberes del sublime cargo a que los ha elevado el pueblo, sosteniendo la religión católica y promoviendo los derechos de la causa del país y felicidad común de la América” se escuchó temprano en la Catedral ese 31 de enero de 1813, en una referencia continental que volvería en la Declaración de la Independencia de 1816. Y caminaron con una multitud expectante al edificio del Consulado, gritos de “Viva la Patria” en cada esquina, por lo demás allí también cocía el estofado la Sociedad Patriótica del radical Monteagudo, en la sombra de Mariano Moreno. El presidente Juan José Paso, presidente del Triunvirato que pusieron a punta de pistola San Martín y Alvear, le confería en el mismo acto a la constituyente una potestad de gobierno, confederal y democrático, que jamás habían tenido los criollos. Rápidamente se pusieron a trabajar “en representación y soberanía de las Provincias Unidas del Sur”, para horror de los sectores poderosos porteños, que preferían el status quo recomendado por la diplomacia británica, enfrentados a ésta apenas velada declaración de Independencia. Y pese a que muchos diputados, especialmente del Interior y del clero, se resistían a jurar sin el amparo español, Belgrano el 13 de febrero, en marcha a la gloria en Salta, hizo leer al ejército ese mismo texto y, ante la bandera portada por un granadero sanmartiniano, hizo que 3000 soldados al unísono bramen “¡Sí, juro!”, en la vera de lo que se llamaría Río Juramento. Realmente impresiona para la época, que no existían las comunicaciones, la visión de aquellos líderes revolucionarios.
Durante los primeros meses, en palabras de Pablo Comagli, “la Asamblea avanzó en la utopía revolucionaria y se convirtió en el eje vertebrador de la política del Río de la Plata”; aunque poco se sabe del pensamiento y acciones de aquellos verdaderos diputados nacionales porque lamentablemente las actas se perdieron en el polvo de la Historia. Quedan las reconstrucciones en memorias de los involucrados y en las publicaciones de los diarios, la década del diez particularmente prolífica en el periodismo –la Asamblea también ratificó la libertad de imprenta que había promovido Rivadavia-, más “El Redactor” editado por Monteagudo, órgano oficial de la Constituyente. Apenas tres días después de la primera sesión, otra moción de Alvear, se instituye la revolucionaria libertad de vientres, que marcaría el camino a la abolición de la esclavitud, nuestro país uno de los primeros en el mundo. Que no pocos dolores de cabeza le traerían a los gobernantes argentinos, ya que los esclavos de la región empiezan a fugarse a Buenos Aires, y debió ser reformada en un instrumento casi inaplicable, a pedido de la corte imperial de Brasil e Inglaterra. Pero no sólo se avanzó, con sus contradicciones, sobre este tema sino que resultó clave para la instauración primeriza de los derechos humanos, en ese momento Derechos del Hombre, con la extinción del tributo, la mita y el yanaconazgo, la esclavitud de los pueblos originarios, y la tortura. La misma cara de la moneda forjada en la Igualdad, también moción de Alvear, fue la supresión de los títulos nobiliarios (Alvear, salvador de la Revolución de Mayo junto a San Martín, casi el padre del republicanismo argentino en una época de monarquías, general de opereta, centralista tentado por el cesarismo, antirrosista pero diplomático exitoso de Juan Manuel de Rosas, llamado nuevamente como salvador por Buenos Aires caído Rosas; figura que es un poco más compleja que el dibujito animado “afrancesado” de las señales públicas).
Otra cuestión que pronto se ocuparon fue del escudo, la moneda y el himno, sabiendo de la importancia de los símbolos en el concierto de las naciones. Pero no se conservan documentos oficiales que los ordenen. Por notas del orfebre peruano que labró el escudo nacional, Juan de Dios Rivera Túpac Amaru, se sabe que a los pocos días de inicio de la Asamblea, se puso él a trabajar en un diseño que se desconoce el autor, si bien unos meses antes en la correspondencia de Rivadavia aparece la mención del diseño republicano y fraternal que nos distingue, en un escudo que no tiene las habituales resonancias guerreras sino de unidad. Y ya el 13 de marzo de 1813, con las firmas de Valentín Gómez e Hipólito Vieytes, se estableció las manos entrelazadas bajo un gorro frigio y el sol, sólo agregando “Supremo Poder Ejecutivo de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, a todo la papelería oficial, y ejemplo para la moneda nacional aprobada un mes después. De los primeros de usarlo en sus escritos a los patriotas latinoamericanos fue San Martín, estampado el escudo en la gloriosa bandera del Ejército de los Andes, motivo de orgullo para el artesano, que debió reclamar sin embargo por años al gobierno criollo para que se le pague el trabajo.
Ese mismo marzo de 1813 había encomendado la constituyente al diputado Vicente López y Planes una marcha patriótica, nuestro Himno Nacional, y sería aclamada la letra por unanimidad el 11 de mayo para que Blas Parera componga la música. Una canción patriota que sería compañía fiel en cerros y cordilleras, en pampas y esteros, por los ejércitos de la Independencia y, según los testigos, con “su voz de bajo maravillosa” era entonada al finalizar las tertulias invariablemente por el Libertador. Finalmente en ese frenético mes se dispuso un premio para Manuel Belgrano de 40 mil pesos, al vencedor de Tucumán y Salta, que el patriota donó para escuelas en el Alto Perú, y que demoraron 200 años en construirse en su legado. El otro Bicentenario.
Una cosa eran los primeros meses de 1813, llevados por las victorias patriotas en San Lorenzo y el norte argentino, y otro panorama, dramáticamente distinto, doce meses después, con los reveses de Vilcapugio y Ayohúma, y la reacción absolutista a la vuelta de la esquina. Pero no es de extrañar el giro conservador del Directorio, que empieza a pensar seriamente en el absolutismo, y de aquí su proyecto constitucional que arranca con “La nueva monarquía de la América del Sud tendrá por denominación el Reino Unido del Río de la Plata, Perú y Chile”, y que acompaña ideológicamente la partida del antes odiado Rivadavia y Belgrano a misión de cortejar a los reinos europeos. Había que bajar un tono a la insurgencia y capear el temporal, San Martín partiría al Norte y Cuyo, más que por los notorias disidencias con Alvear y los chispazos de la guerra contra los Pueblos Libres de Artigas, buscando perspectiva –y nuevos hombres- para su plan americano. Y la Asamblea del Año XIII, nacida con el radicalismo moreniano y el independentismo de la Logia Lautaro, que había avanzado también en la división de poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, un proto proteccionismo económico, soberanía minera, y en un régimen representativo liberal, acabaría desdibujándose. Y si bien el Estatuto Provisional de 1815, que permitió el Congreso de Tucumán de 1816, que extendió el sufragio a la población y la representación en base a los habitantes, no sólo los “buenos y sanos vecinos”, fue en la línea pavimentada en 1813, la democracia apenas insinuada debía barrerse como paja brava. A la lejanía, un Restaurador de la Leyes cabalga boleadora en la cintura.
Irónicamente sería Monteagudo a fines de 1814, alma máter de la democracia radical, que pediría orden y paz para dictar una Constitución y concentración de poder; algo que repetiría Rosas –y no pocos porteños- durante décadas. El alvearismo trabajó con la excusa del desastre inminente, no tanto si pensamos en las amenazas reales del fatídico 1815, y fortaleció el Ejecutivo en desmedro de los otros poderes, empezando por la misma Asamblea; instaurando lejana la tradición presidencialista. Hacia principios de 1815, donde las insurgentes provincias del Río de la Plata brillaban solitarias libres dentro de un Continente arrasado por los realistas, la Asamblea era un apéndice de los caprichos de Alvear, quien se hace nombrar Director Supremo. La caída de Don Carlos, vencedor de Montevideo, aislado por sus mismos colegas militares y de Logia, por la misma aristocracia suya–que no le perdonaba el radicalismo social y económico de su paso de diputado de la constituyente-, y vencido por el “traidor” de Artigas, arrastró a la Asamblea del Año XIII. Luego lapidada con juicios por “delitos de facción, abuso de poder, mala administración y depredación del tesoro público” –instaurando el Cabildo de Buenos Aires otra bonita tradición nacional, juzgar la gestión anterior en los estrados -, algunos que llegaron al extremo del fusilamiento, y que en la práctica significó silenciar el ala más progresista. Queda como testigo y advertencia de la Historia, de los 800 días que funcionó el primer Congreso Nacional hasta que se echó a los últimos diputados nacionales con el arribo de Juan Manuel de Pueyrredón, de aquella constituyente que sesionó de enero de 1813 a abril de 1815, las frases finales de Monteagudo un 18 de enero de 1813, “si los pueblos unen sus recursos y acaban de estrechar sentimientos…podremos sostener la paz y la existencia pública”
Fuentes: Camogli, P. Asamblea del año XIII. Historia del Primer Congreso Argentino. Buenos Aires: Aguilar. 2013; Chiaramonte, J. C. Ciudades, provincias, estados: Orígenes de la Nación Argentina. 1800-1846. Buenos Aires: Emecé. 2007; Ternavasio, M. La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires. 1810-1852. Buenos Aires: Siglo XXI. 2002
Imagen: Suteba
Fecha de Publicación: 31/01/2022
Te sugerimos continuar leyendo las siguientes notas:
Las 10 medidas más importantes de la Asamblea de Año XIII
Adolfo Alsina. El caudillo olvidado
Aéreo Club Argentino. Alas para un país.
Sancti Spiritu. La primera ciudad argentina
La loca, loca, historia del peso argentino. Papeles al viento
Historia Argentina de los Fraudes. Andá que te opere Asuero
Lucio V. Mansilla. Ni un día sin una línea
¡Escribí! Notas de Lector
Ir a la secciónNo hay comentarios
Comentarios
Ídolos y colegas en el mundo de la actuación, los primeros actores argentinos asomarán con sus voces...
El icónico género musical que nos acompaña hace años y nos representa a todos los argentinos a nivel...
Protagoniza en los últimos meses la comedia “Me gusta - Todo por un like” junto a Paola Krum y Lucia...
El pasado sábado 18 de noviembre se desarrolló la segunda fecha del Circuito NOA de Aguas Abiertas e...
Suscribite a nuestro newsletter y recibí las últimas novedades