Una fría mañana de los primeros días de junio los coroneles que habían urdido un plan golpista, el segundo del siglo, muchos que habían marchado en el primero del 6 de septiembre de 1930 contra el presidente Yrigoyen, habían tenido que madrugar. Estaban desensillando hasta que amanezca pero la impericia del presidente Castillo maduró las brevas. Pocos tenían claro, más allá de contener el peligro comunista y restaurar los valores nacionales, qué pasaría el día después. Ni siquiera uno de sus cerebros, Juan Domingo Perón, que esta vez no pisó la Plaza de Mayo, ni la Casa de Gobierno, tal cual hizo en el golpe de Uriburu. Ese día crucial para los argentinos de 1943, y su propia vida, Perón creía en las inexorables fuerzas del destino, prefirió alternar entre sus funciones docentes en la Escuela Superior de Guerra y Campo de Mayo, y reuniones afiebradas en el departamento céntrico de Aristóbulo Mittelbach, cuna del misterioso GOU. Tres años después, despejando el camino entre nacionalistas, obispos y sindicalistas de la Vieja Guardia, venciendo a la dantesca Unión Democrática, el presidente Perón pondría en marcha un esquema de concentración de poder que moldeó desde aquel 4 de junio.
Unos pincelazos de la situación anterior permiten comprender cómo se encaminaba una nueva interrupción al orden constitucional, aunque seriamente dañado por los sucesivos gobiernos del fraude patriótico. Con el radicalismo perseguido y, luego, disminuido en la conducción de Marcelo T. de Alvear desde 1933, alejado de las bases populares que habían dado su energía, se sucedían gobiernos con escasa representatividad, y que respondían a un retorno delirante a la situación previa de 1905. Pero el país, ni el mundo de la Segunda Guerra Mundial, tenían mucho que ver con la nación imaginada que manejaba a su voluntad el presidente fraudulento Justo, y los aliados terratenientes y estancieros, cerealeros y frigoríficos. La sociedad argentina estaba en movimiento con un pasaje de la economía exclusivamente agroexportadora a cierta industrialización de sustitución de importaciones, alentada incluso por la inversión pública de los mismos conservadores desde 1935, que reconfiguró las bases con la aparición de obreros y empleados antes que peones de campo. Por otra parte, el aluvión inmigratorio se reorientó a uno migratorio interno, y sacudió las perimidas estructuras sociales aldeanas, desde ciudades que cambiaban la postal de la pampa dorada de mieses y trigo. Estos nuevos trabajadores urbanos observaban con desconfianza un dividido sindicalismo, grande en América pero pequeño en números de afiliados, y que no los identificaría hasta la acción de Perón –entre 1943 y 1945 se firmaron el doble de convenios colectivo de trabajo que en toda la década anterior. La futura masa peronista estaba fuera de los cauces de la Vieja Guardia sindical, que había resistido con valentía a los calabozos con picana, y duras represalias a los intentos de huelga, debido a que los gobiernos conservadores anteriores, salvo Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires, actuaban como en las épocas de Cané y Falcón. Palo y palo al trabajador.
“A pesar del hecho de que Argentina era abastecedora importante de materias primas vitales para los Aliados en la Guerra, entre 1942 y 1944, el establishment de asuntos exteriores norteamericano usó prácticamente todas las técnicas conocidas en la comunidad internacional, excepto el asalto militar, para desestabilizar a tres gobiernos argentinos y forzar a la nación a aceptar el liderazgo norteamericano en asuntos extrahemisféricos” señalaba Randall Woods, en una cita de María Sáenz Quesada, y que explican las dificultades a los que fueron sometidos los argentinos por respetar la histórica neutralidad, una que olía para los yanquis a apoyo ciego al nazismo pero que los astutos ingleses admitían como la esperada respuesta diplomática, sea en Lima o Río de Janeiro –además con la esperanza británica de no perder la primacía de la Libra en el Río de la Plata. Gobernaba el presidente Ortiz, integrante de los gabinetes de Alvear y Justo, que intentó superar las prácticas antidemocráticas en las elecciones, y buscó un acercamiento a los norteamericanos. Estos esfuerzos quedaron truncos debido a que cede enfermo el poder al vicepresidente Castillo, un conservador que tiende a contentar a los militares, en su mayoría nacionalistas, muchos progermanos, y refuerza el acérrimo neutralismo -asimismo, comienza con los proyectos de Fabricaciones Militares y la Flota Mercante Argentina.
A medida que la guerra avanzaba a favor de los Aliados, Argentina queda cada vez más aislada en Sudamérica, un país que se resiste a romper relaciones con el Eje –sólo lo haría obligada por directivas de Perón más tarde -, o quedar siendo un mercado exclusivamente de las exportaciones de Washington. Toda esta situación internacional debilitaría al Ejecutivo a principios de 1943, contra quien además pesaban denuncias graves de corrupción en contratos electricidad y venta de terrenos fiscales, y empeoran con las muertes casi en fila de Alvear, Ortiz y Justo, éste último que tramaba su retorno a la presidencia con la anuencia de Estados Unidos, Brasil y Uruguay.
“Fuimos comisionados muchos jefes y oficiales para apreciar in situ el valor de esa columna” diría el general José Epifanio Sosa Molina, futuro golpista, ante la marcha de los socialistas del 1 de mayo de 1943, “fue realmente imponente. Una enorme multitud, con banderas rojas al frente…cantando La Internacional…presagiaba horas verdaderamente trágicas para la República…la revolución del 4 de junio tiende a anticiparse…darle a nuestro pueblo un sentido de felicidad que la inmunice contra el peligro que se cernía sobre ella” Y mientras Castillo devolvía al favor al poderoso senador conservador Robustiano Patrón Costas, dueño de cañaverales y vidas en Salta, que lo había ungido a la vicepresidencia en 1937, y vivía en la irrealidad política, era la Hora de los Coroneles.
El misterioso GOU
Un artículo en la revista Ahora, del 25 de junio, puso en boca de todos un grupo que solamente tomó cuerpo con la foto después del golpe, y la asunción anticonstitucional del general Pedro “Palito” Ramírez, quien había sido ministro de Guerra de Castillo, y actuaba como caballo de Troya en el gobierno anterior, sin las mínimas sospechas. Ni siquiera supieron de la existencia del GOU los radicales que irían en abril de 1943, a ofrecerle una fórmula presidencial a Ramírez. Tampoco los forjistas que nutrieron al régimen militar del 4 de junio de algunas figuras, como el mismo Arturo Jauretche. De todos modos, el Grupo de Oficiales Unidos, o Grupo Obra de Unificación, fue más que nada una extensión del Ministerio de Guerra una vez que Perón tomó las riendas, de quien el radiopasillo castrense decía era el primus inter pares de los coroneles. Perón era un misterio en aquel otoño gris de 1943. Lo que las investigaciones ulteriores de Potash, o Sáenz Quesada, develaron es que el GOU lo hace la autodenominada revolución del 4 de junio, y no al revés, pese a que Perón luego se encargaría de darle una dimensión épica, una que Tomás Eloy Martínez ficcionaliza, entre la verdad y el mito, “sentía la necesidad de unirme a cualquier logia de coroneles capaz de restañar la moral herida –N. de R. desde hechos de corrupción en la fuerza a un famoso caso que involucraba cadetes homosexuales-…el país reclamaba un conductor de mano férrea…la Providencia, como siempre me dio señales…Castillo quiere imponer la candidatura de Patrón Costas, un capanga feudal…entonces llamé a los muchachos que me estaban buscando ¿quieren una revolución?...y el que se retobe o haga el loco, lo tiramos por la ventana…a fines de febrero de 1943…estábamos organizados y contábamos con un severo reglamento, que nos consagraba como apóstoles de una nueva doctrina militar, adversaria de los políticos tradicionales y del comunismo. Éramos diecinueve, y entre nosotros nos llamábamos los hermanos del GOU…se le atribuyeron tantos significados a las siglas…para mí es una onomatopeya de fuerza, como el “eia eia alalá” de los alpinos”, hace decir a su Perón el escritor y periodista tucumano en “La novela de Perón”, tal vez en el recuerdo de sus días en la Italia de Mussolini.
La misma vaguedad del personaje de Eloy Martínez estaba en el seno de estos coroneles, que manejarían detrás de las bambalinas el golpe y posterior gobierno, la primera generación de oficiales hijos de inmigrantes, criollos, y formados con grandes recursos, casi el 27% del presupuesto nacional iba a las fuerzas armadas. A todos los unía un vago nacionalismo, la mayoría desconocía quién era Raúl Scalabrini Ortiz aunque habían participado de asonadas en nombre de esta corriente, un desprecio por el régimen imperante, que asociaban a los males de la democracia, pero tenían ideologías contrapuestas, algunos liberales, y otros fascistas convencidos. La lucha contra el comunismo, la corrupción moral y la unidad de la fuerza eran los únicos puntos en el que convergían estos jóvenes encabezados por dos tenientes coroneles, Urbano de la Vega y Miguel Montes, si bien la inspiración provenía de un profesor a quienes todos conocían, y respetaban, por el paso por la Escuela Superior de Guerra “Impresionaba su claridad de expresión y de concepción y sus conocimientos políticos e históricos” decían del coronel Perón, que no ocultaba sus simpatías por los regímenes autoritarios mediterráneos, aunque maniobraba con los aliadófilos –el mismo Montes era de familia radical. En estos primeros meses es un grupo bastante informal, pero con buenos contactos con las tropas, especialmente en el Interior, y estaban a mitad de camino entre una asociación profesional y un grupúsculo conspirativo. El reclutamiento fuerte de partidarios del GOU recién se inició en junio de 1943. Incluso fue en los mimeógrafos oficiales del Ministerio de Guerra del general Farrell, luego presidente en 1944, donde se imprimieron los documentos del GOU. En esta oficina en la cual Perón era secretario, los coroneles planificaban ocupar los puestos estratégicos de gobierno, podando nacionalistas, aliadófilos, radicales y conservadores, y dominaban los cuarteles con su prédica nacionalista e industrialista. Aunque aún faltaba la “justicia social”, una incorporación tardía al ideario de los coroneles.
“La Obra de Unificación persigue unir espiritual y materialmente a los Jefes y Oficiales del Ejército –una tarea iniciada en 1930 con la influencia nacionalista y catolicista en las armas, aparece subrayado en un documento secreto del GOU en 1943- Estamos frente a un peligro de guerra; con el frente interno en plena descomposición, se perciben claramente dos acciones del enemigo: una presión de fuerza por Estados Unidos a hacerse efectiva en el país –recordemos que Brasil y Chile se armaban aceleradamente gracias a la intervención estadounidense-; y la revolución comunista tipo Frente Popular –que en Francia era sindicada como la responsable de la catástrofe gala ante los nazis-“ , finalizaba un panfleto que llegaba a las guarniciones desde La Quiaca a Río Gallegos, los cuarteles la primera red de apoyo popular del régimen, y que tomaría los destinos de la Nación ante la indiferencia civil, harta del fraude y la corrupción de los políticos.
La historia posterior, alentada por el mismo Perón, pondría al GOU en un sitial iluminado desde la hora cero, conductor de la autodenominada revolución del 4 de junio y alumbramiento del peronismo, aunque como se verá el mismo día del golpe aún todo estaba muy verde. En la otra vereda, los antiperonistas que ubican el GOU corrompiendo el sagrado ejército argentino democrático con tendencias nazifascistas, les queda el enorme tendal de la Semana Trágica, la Patagonia Rebelde, el golpe de 1930, y los generales argentinos intentando comprar armas nazis en la España de Franco. En el gobierno del conservador Castillo. Para empezar.
43/70
“Sonaron las sirenas de los diarios: los comités dispararon bombas de estruendo, convocando a celebrar la caída del fraude. El pueblo pasó frente a los comités y se detuvo ante los diarios: era un pueblo que yo no se sentía ligado al radicalismo”, recordaría el histórico dirigente radical Moisés Lebensohn, en una actitud diferente de la muchachada forjista de Jauretche que alistaron a 300 boinas blancas, en el local de la calle Lavalle, para auxiliar al golpe nacionalista de los coroneles. No haría falta como tampoco la proclamación de la fórmula presidencial de la Concordancia de Patrón Costas esa tarde. Todo señalaba el derrocamiento del gobierno desde que Ramírez desconociera el pedido de renuncia del presidente, ofuscado por los rumores de acercamiento de los radicales, pero sin comprender la magnitud del silencio de su ministro de Guerra. Los coroneles organizaron hasta medianoche la marcha de la madrugada del 4 de junio, con ocho mil soldados bien pertrechados desde Campo de Mayo a la Casa Rosada. A diferencia de 1930, que fue casi un paseo militar acompañado de civiles, el segundo golpe avanzó en la oscuridad, y sólo hubo un violento tiroteo al llegar a la Escuela de Mecánica de la Armada, que resistió con su director capitán Fidel Anadón, pero más que nada porque no había contactos con la Marina. Alertado el presidente Castillo, se refugió en el rastreador Drummond esperando algún tipo de respuesta militar leal, que nunca ocurrió, y terminó renunciando en el regimiento séptimo de La Plata, el mismo lugar donde el presidente Yrigoyen dimitía trece años antes. Entre los que acompañaban al general Rawson, en su entrada serena a la Casa Rosada, se encontraba Juan Carlos Onganía, el presidente golpista de 1966.
Sin embargo Franklin Rawson, a quien se puso a último momento para evitar la iras de la Marina, que llegó con el comunicado de acabar “con la venalidad, el fraude, el peculado y la corrupción del régimen anterior, y defender la constitución y la soberanía”, había sido una decisión apresurada de los coroneles de Campo de Mayo, que pretendían instalar un triunvirato con Ramírez, Sabá Sueyro y Rawson. Mientras los coroneles del GOU discutían el rumbo de un gobierno, el general Rawson pasó la noche cenando en el Jockey Club, y ofreciendo cargos a sus amigos conservadores, justamente él que había sido entronado por un movimiento anticonservador. Esto denota lo cerrado del GOU, la escasa idea aún que se tenía de sus intenciones y convicciones, y, además, que vivir fuera de la realidad no era patrimonio exclusivo de los conservadores, que nunca más retornarían a Balcarce 50. Incluso era reactivo a las esperanzas de la opinión pública que anhelaba superar a los hacedores de la Década Infame, la clásica denominación de José Luis Torres. En la noche del 6 de junio el coronel Elbio Anaya, uno de los diecinueve mencionados por Perón, escoltó a los ministros designados por Rawson fuera de la Rosada, e invitó al flamante presidente golpista a ocupar la embajada de Brasil. Al día siguiente asumiría el presidente de facto Ramírez con el apoyo de Farrell, a quien seguía callado su secretario, Perón. Unos meses después iría a Ramírez a solicitarle la inoperante Dirección de Trabajo, “¡Cómo Perón! Eso no es para un hombre de su talla”, dijo el militar, “Se equivoca, mi general”, respondió el tres veces presidente de los argentinos y fundador del partido gobernante en la actualidad, “desde ahí puedo poner a los agitadores comunistas y crear una base más amplia de apoyo para la revolución” El resto, es Historia.
Ese 4 de junio de 1943 ardieron varios ómnibus en Plaza de Mayo, en una protesta de los colectiveros contra la Corporación de Transportes, una empresa de capitales extranjeros que pretendía monopolizar el servicio. Aquellas llamas anunciaban los fuegos desde el 45, la lucha entre dos modelos de un país, uno conservador y liberal, otro populista y estatal, civilización y barbarie, ninguno afecto a las formas democráticas ni republicanas, que aún crepita bajo nuestros pies. Una vez más volvamos al Perón de Eloy Martínez, en el trance de su vejez en Madrid, a horas de la Masacre de Ezeiza, “Fue otra señal de la Providencia: Yo había iniciado una revolución…a esta tierra sin destino, le daré un destino. Yo ¿Está hecha de cartílagos? Pues le daré mis huesos. Seré su azar, su necesidad, su profecía” Más extraño que la ficción.
Fuentes: Sáenz Quesada, M. 1943. El fin de la Argentina liberal. El surgimiento del peronismo. Buenos Aires: Sudamericana. 2019; Potash, R. Perón y el GOU. Los documentos de la logia secreta. Buenos Aires: Sudamericana. 1984; Díaz Araujo, E. La conspiración del 43´. El GOU, una experiencia militarista en la Argentina. Buenos Aires: La Bastilla. 1971
Periodista y productor especializado en cultura y espectáculos. Colabora desde hace más de 25 años con medios nacionales en gráfica, audiovisuales e internet. Además trabaja produciendo Contenidos en áreas de cultura nacionales y municipales. Ha dictado talleres y cursos de periodismo cultural en instituciones públicas y privadas.