Capítulo III
Bernardino Rivadavia escuchó que los “apostólicos” se iban a reunir en la Plaza de la Victoria. “Son hombres de Dios”, debió pensar. ¿Qué podían hacer? Corría 1823. Aún era Ministro de Gobierno de Martín Rodríguez pero ya su nombre resonaba más que el del propio gobernador.
Cuando la multitud furiosa por el impulso de la reforma eclesiástica se hizo oír repitiendo “Rivadavia es un sapo”, en lugar de inquietarse, abrió tranquilamente un viejo libro de notas que guardaba de sus tiempos de estudiante en el Real Convictorio de San Carlos. Allí la mayoría de los docentes eran sacerdotes.
Fijó la mirada en unas anotaciones hechas con tinta azul. Las había escrito en 1801, siendo muy joven. Desde entonces conservaba su viejo cuaderno de apuntes con dos tinteros y sus respectivas plumas. Aquellas breves palabras garabateadas en la tercera página, eran muy valiosas para él, porque habían surgido de una extraña situación que lo marcó para siempre.
En San Carlos, los sacerdotes vigilaban constantemente a los alumnos. Ordenaban, seleccionaban y controlaban cada una de sus lecturas. Era como si cuidaran todo aquello que se fijaría en sus mentes.
Existía una teoría medieval acerca del conocimiento que aún estaba vigente. Decía que el bibliotecario era quien debía instruir al lector en cada una de sus consultas. Cada volumen clasificado cuidadosamente, representaba el sólido conocimiento de incontables generaciones anteriores. Según este sistema se garantizaba la permanencia de un cierto saber que jamás se vería contaminado.
Se suponía que había nada más que generosidad en aquella antigua acción, pero un choque entre dos maneras de entender el conocimiento, podía fácilmente crear fricciones entre la educación moderna y la antigua tradición escolástica de San Carlos.
En concreto, aquella tarde de julio, Bernardino llegó temprano a la biblioteca. Necesitaba una transcripción de ciertas notas sobre filosofía francesa que únicamente el Padre Ignacio podía darle. Aquel cura era el más antiguo y culto bibliotecario que jamás había conocido.
De pronto, apenas entrando, la realidad lo dejó helado. El Padre Ignacio había desaparecido. “Fue trasladado a Montevideo”, le explicaron. Pero la verdad resultó ser que entre gallos y medias noches, partió sin despedirse de los alumnos. En consecuencia, la biblioteca estaba siendo atendida por un suplente que poco sabía de bibliotecología.
Igualmente no era aquél el único rumor. Parecía que estaban trasladando los volúmenes no teologales, a fin de almacenarlos en un depósito del Convento de los Recoletos. El bibliotecario, muchas veces, había permitido el acceso de Bernardino a aquellas profanas y hasta peligrosas lecturas.
Los ejemplares raros confiscados a los jesuitas y muchos otros recién importados de Europa, correrían la misma suerte que el Padre Ignacio. Las Cartas Persas de Montesquieu o las Meditaciones Filosóficas de Descartes ya estaban quién sabe dónde. En gavetas y baúles cientos de libros se terminaron esfumando, llevándose las formas más refinadas del conocimiento que existían en el Río de la Plata.
Bernardino, quien ya mostraba un carácter firme, increpó al director del Convictorio. Pero obtuvo como respuesta una clara evasiva. El director dijo algo así como que eran órdenes específicas de alguien que él jamás conocería. Nada se podía hacer.
Frente a algo tan categórico quién se hubiera atrevido a reaccionar, así que el joven se retiró de la institución. Sin embargo la curiosidad pudo con él y ese mismo día decidió visitar el depósito de los Recoletos. Corrió sin descanso y cuando logró llegar, sus puertas jamás se abrieron para él.
¿Qué buscaban las autoridades eclesiásticas? Bernardino no podía creer que esta maniobra furtiva fuera casual. Entonces escribió en su libro de notas aquella frase borrosa con tinta azul. Resulta evidente que los asuntos del intelecto y el espíritu deben ser patrimonio de las naciones, no de las iglesias.
Una vez más, despertando de tan íntimo recuerdo y volviendo en sí, los acontecimientos de 1823 lo abrumaron. “Rivadavia es un sapo”, volvió a escuchar. Acarició su viejo cuaderno de apuntes. Muy probablemente aquel razonamiento juvenil, llevó al Ministro a hacer una comparación impiadosa. En Europa las nuevas bibliotecas eran laicas y de libre acceso. Sin embargo en el Río de la Plata, la Iglesia decidía qué debía leer un ciudadano.
Su idea más sobresaliente nació, tal vez, recordando ese episodio. En 1821 fundó la Universidad de Buenos Aires y a partir de semejante suceso, la educación en las Provincias Unidas dejó de estar confinada a los conventos. Pese a las ventajas que proporcionaba esta circunstancia, la Revolución Apostólica de 1823 fue despiadada. Las facciones más conservadoras se levantaron contra el gobierno y, como si se tratase de una guerra santa, desnudaron las grandes diferencias que Rivadavia tenía con los próceres que habían combatido por la Independencia. Belgrano y San Martín eran profundamente católicos.
Aún siendo presidente, Bernardino se mantuvo firme en su postura. La enemistad con los grandes libertadores quedó fundida en reproches y desinteligencias imperdonables. Pero siguió adelante.
Decidió que la educación debía llegar a un mayor número de personas, incluso a las mujeres, tan relegadas por siglos. Entonces creó el Colegio de Niñas y fomentó la filosofía más que la teología. Si bien muchos de los establecimientos de Estudios Medios y Superiores siguieron ligados a la Iglesia, su injerencia en el desarrollo programático del sistema educativo se asentó en principios ligados a los avances europeos.
Igualmente, en aquellos años no fue raro escuchar o leer panfletos con fuertes reproches a las intervenciones rivadavianas. El país estaba muy fragmentado.
A pesar de todo, la culminación de su proyecto llegó en 1884, cuarenta años después de su muerte. Las reformas educativas de Julio Argentino Roca reconocieron entonces que la acción educativa de Rivadavia había sido la más relevante hasta el ascenso de Domingo Faustino Sarmiento.
Precisamente en esos días fue cuando aparecieron una serie de innovaciones editoriales que involucraron a la Empresa Estrada. Habían diseñado viñetas y tipografías dedicadas exclusivamente a los nombres de los próceres. El fundador de la Universidad de Buenos Aires se transformó en uno de los principales homenajeados.
Primero Rivadavia fue el nombre de una “tipografía de imprenta” y después de un “repuesto de ensayos caligráficos”. Por último, hojas para encarpetar y cuadernos listos para llevar al colegio. Tal vez por eso la firma de Rivadavia reciclada en una marca editorial, sea uno de nuestros primeros recuerdos. Uno que evocamos cuando se nos vienen a la mente las primeras letras que escribimos en la infancia quizás con tinta azul.
La tortuosa relación de Rivadavia (al centro), Belgrano y San Martín (izquierda y derecha) estuvo signada por su mirada anticlerical del Estado. Probablemente los lazos de los tres hombres con la Logia Lautaro tuvieran distintas dimensiones exactamente por este aspecto. No resulta casual el gusto de Rivadavia por los intelectuales europeos llamados Ideologistas e Iluministas. Todos estos autores lucharon por una educación laica. A pesar de esta circunstancia, la Revolución Apostólica tampoco apoyó a San Martín cuando Rivadavia prohibió que pisara suelo bonaerense.
Los repuestos de hojas con la firma de Rivadavia, tienen su origen en las reformas educativas de su Ministerio y Presidencia. Son una suerte de homenaje al primer intento de crear una educación laica. Rivadavia luchó contra la teologización de la educación y a favor de las formas de enseñanza nacidas después de la Revolución Francesa. Del mismo modo, ya durante el Primer Triunvirato había implantado la Ley de Libertad de Expresión y Prensa.
La firma original de Rivadavia tal como figura en los documentos personales de 1828. Los tres capítulos de “La leyenda...”, recorren bibliografía de orígenes diversos. Los detalles del Sillón de Rivadavia coinciden en autores tan distantes ideológicamente como Luna y Pigna. En “Bernardino Rivadavia” del primer autor, Editorial Planeta, se desprende que el del sillón es un concepto. En el caso del segundo autor, “Mitos de la historia argentina”, también publicado por Planeta, observa un anecdotario robusto donde comenta que “hubo muchos primeros presidentes” por diversas circunstancias acaecidas en el país. Además coincide con que Rivadavia se volvió a su casa con sus propios enseres. Por otro lado las circunstancias descriptas en “Política y Diplomacia en el Río de la Plata” de Juan Carlos Nicolau (2008) e “Histórica”, de Emilio Perrot, el contexto que da origen al Mito del Sillón así como el empréstito rivadaviano, se hacen muy claros.
Para ver cómo fue la relación entre la libertad de expresión y los diversos gobiernos desde el Primer Triunvirato hasta 1850, es interesante acercarse al trabajo de Fabio Wasserman, “Notas sobre el diarismo en la prensa porteña de la década de 1850”. Patrice Vermeren y Marisa Muñoz “Repensando el siglo XIX desde América Latina y Francia. Homenaje al filósofo Arturo Roig”, Buenos Aires, Colihue, 2009. La influencia de Rosas y su Mazorca en el medio de este proceso, significa una discontinuidad en la evolución de la libertad de expresión argentina. Sin embargo desde 1811 hasta la presidencia de Mitre, se notó la necesidad de crear leyes capaces de establecer censura en muy pocos casos. Rivadavia mismo procedió legalmente contra los dichos de Dorrego en el diario El Tribuno, sin embargo la llamada por entonces “libertad de imprenta” se mantuvo. Dorrego, cuya posición política era claramente “federal”, atacó con vehemencia el “unitarismo” de Rivadavia.
El Gauchi-Político fue un diario manejado por el sacerdote católico Francisco de Castañeda. Ahí inauguró el insulto preferido de quienes increpaban a Rivadavia durante los disturbios de 1823. “Sapo del Diluvio” (…) “el Sapo Rivadavia” (palabras de Castañeda dedicadas al entonces Ministro). Cuando Rivadavia pensó en secularizar muchos bienes de la Iglesia y en terminar con el monopolio de la educación en los conventos católicos, tuvo lugar una reacción conocida como la Revolución Apostólica.