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150 años de la República de La Boca

En un 29 de agosto diferente, los boquenses celebran su barrio que recorre el mundo como símbolo de Buenos Aires.

Historia
150 años de la República de La Boca

La Boca del Riachuelo. La Boca de los bares, cantinas y pizzerías. La Boca de los conventillos de chapa multicolor. La Boca de Caminito. La Boca del tango reo de las calles Suárez y Necochea. La Boca del Puente Transbordador, joya de la ingeniería civil del siglo XX. La Boca de Quinquela, uno de los artistas argentinos infaltables en los museos de las grandes capitales. La Boca del primer diputado socialista de América Latina. La Boca de Boca Juniors. La Boca de Buenos Aires. Tantas formas de llamar un mismo barrio, tantas La Boca en casi la primera postal de la Argentina. La Boca es nuestra aventura que comienza con las huellas de los adelantados españoles y sigue fresca con el proyecto de renovación urbana que tiene a la Usina del Arte, y el reciclamiento de la Vuelta de Badaracco, viejos astilleros, como ejes de un nuevo distrito creativo porteño. La Boca es aventura de talento y trabajo.

Breve historia de La Boca

Del “valle pantanoso, desolado y triste” que describía Ulrico Schmidl en 1536, el alemán que viajaba junto a Pedro de Mendoza, a la sazón el primer cronista de La Boca, al “Riachuelo de los navíos/Cuna de Buenos Aires”, loas del poeta Roberto Cupido, se teje una trama fundida con la misma Ciudad. Por esa boca del Riachuelo marcharon los españoles a la primera fundación porteña, en la cercanía de los Altos de San Telmo –actual Parque Lezama– y a su estadía infernal de hambruna y desesperación. La comitiva de Juan de Garay vuelve la mirada a esas aguas marrones, aún limpias del río Matanza, con sumo interés debido a que las consideraba “fondeadero de sus naves y Puerto natural de la ciudad”. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XIX “La Boca del Riachuelo”, en su  nomenclatura histórica, fue más bien el “lejano pueblo de La Boca” debido a las dificultades de acceso por un terreno que se inundaba con facilidad y sauzales enmarañados.

Esta distancia física, a la vez que cultural, “piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos, y negreaban las chimeneas y copas de los árboles”, escribía Esteban Echeverría hacia 1840, comenzó a dotar a sus pobladores de una identidad propia, incomparable con sus vecinos de Barracas o San Telmo, o cualquiera de la ciudad. Esta extrañeza venía también dada porque sus rudos trabajadores de saladeros y barracas eran inmigrantes, aunque no todavía italianos, sino vasco-franceses. Habría que esperar a la diáspora italiana, y la fallida república romana de Garibaldi, para que entonces comenzaran llegar desde la península especialmente liberales genoveses, los xeneizi. Con la declinación de los saladeros, la insalubridad y la contaminación en los años de las pestes de cólera y fiebre amarilla, comienzan otras actividades más rentables y se inicia una industria naviera de relevancia. Ya en 1864 se construían 11 goletas y 15 embarcaciones de todo tipo. Las mejoras del notable Ingeniero Luis Huergo con la canalización del curso del río y la llegada del ferrocarril, que terminaba un ramal en Vuelta de Rocha en un recodo vial por la actual Caminito, afianzan la relevancia económica a la zona, que se traduce instituciones culturales y sociales como la influyente Sociedad Unione e Benevolenza. Finalmente, el Gobierno de la provincia de Buenos Aires de Emilio Castro decretó, el 29 de agosto de 1870, la autonomía jurisdiccional y el vecino Sebastián Casares fue la primera autoridad local.

Y, pese a que Buenos Aires le dio la espalda al río, y a su desembocadura natural, con las construcciones de Puerto Madero y Puerto Nuevo, La Boca continúo siendo área clave de una incipiente industria nacional, con Belondo & Lavigne, que llegaron a fabricar 20 millones de fósforos por día, o la casa “Matte Larangeira”, destinada a envasar pioneros yerba mate en forma mecánica –actual edificio de un banco frente a Parque Lezama–. Al filo del siglo XX, las casas formaban mosaicos apiñados a la vera del Riachuelo, levantadas a la altura de los barcos sobre sólidos pilares de quebracho. Era un barrio marinero y proletario. Oriundos del Po, del Arno, del Adigio, italianos, que se unían a los vascos y gallegos, a los austríacos de la Dalmacia y la Croacia, con algunos griegos. Y, claro, siempre había un árabe o turco que terminaba de condimentar el sabor mediterráneo. Con estos linajes ancestrales, la mesa estaba servida para que naciera el sainete, el primer género teatral argentino, entre sus conventillos y zaguanes, entre mil lenguas y melancolías por el terruño perdido. Por algo se suspira en la Plaza de los Suspiros boquense.

También el tango fue acunado en sus zanjones, esquinas sin ochava y faroles, en el café de Nani o el café Azul, donde los negros y los criollos, muchos de ellos correntinos, otros inmigrantes, se dejaban llevar por el vaivén de una melodía ciudadana aún sin letra. Con la mitad extranjera de sus 40 mil almas, muchos socialistas y anarquistas, La Boca alza la voz en los reclamos por condiciones dignas para los trabajadores, y son ejemplos porteños de organización obrera, incluso los más jóvenes, aquellas niñas y niños que desfilan en 1907 con las escobas levantadas a fin de “barrer a los propietarios”. Y también sus hombres ilustrados son señeros en las pasiones argentinas con la fundación de los clubes más populares del país, River Plate en 1901 y Boca Juniors en 1905.

Pero son los artistas quienes colocan al barrio como el distinto dentro de Buenos Aires, y en especial sus pintores. Muchas de las imágenes pasadas, presentes y futuras de La Boca parten de las paletas de los Pintores del Riachuelo, o los grabados de Los Artistas del Pueblo. Emerge de este colectivo imprescindible en el arte argentino, desde Alfredo Lazzari a  Guillermo Facio Hebequer, la figura de Benito Quinquela Martín. Fue del genial pintor y gestor cultural, que aún necesita más reconocimiento por su enorme aporte a la cultura nacional y porteña, la idea de ofrendarles a las casas boquenses esos colores junto al espacio cultural al aire libre, Caminito, y la creación del complejo educativo, artístico y social, en tierras que él donó desinteresadamente, y que conforman el museo-casa, las escuelas y el centro odontológico. Bendito Benito. Por algo la Fundación Proa, un espacio de vanguardia artística y educación, mira a la casa de Quinquela.           

Buenos Aires mirando al sur

El declive de mediados de siglo pasado, con las cantinas de la calle Necochea que languidecen, e intervenciones urbanas desprolijas como el complejo Catalinas en los sesenta, una herida absurda en el tejido boquense, se corresponden más a un abandono de las distintas autoridades municipales que al ímpetu de un barrio signado por el trabajo y las artes. Recién en los dos mil, con la definitiva solución a las inundaciones, La Boca comienza una sinuosa recuperación aunque por el momento está mayormente sostenida por instituciones culturales, entre ellas jóvenes y transgresoras galerías, o nuevos nodos de arte y formación como el Museo de la Ilustración Gráfica-Museo de Arte Contemporáneo de La Boca, o la citada Fundación Proa. Un dato que no debe extrañar porque quienes dan en la tecla, o la pincelada, y que impulsan el latido de la República de La Boca, son los que siempre remontan los ríos de los sueños de la calle Garibaldi o el Café Roma.   

Fuentes: Bucich, A. El Barrio de La Boca. Buenos Aires: MCBA. 1970; Cuadernos del Tornillo. El Arte en La Boca 1860-1910. Buenos Aires: Museo Quinquela; Silvestri, G. El color del río. Historia cultural del paisaje del Riachuelo. Quilmes: UNQ-Prometeo. 2012     

 

   

 

 

 

 

 

Fecha de Publicación: 29/08/2020

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