Los mandaron al muere
Tema de la semana: lo que (no) dejó la Superfinal.
Deportes
Ya analizamos desde varios puntos de vista lo que pasó el sábado pasado y, si bien estamos acostumbrados a una vorágine que hace que los temas que un día parecen determinantes para el futuro de la República al siguiente caigan en el más profundo de los olvidos, creo que en este caso deberíamos tomarnos un tiempo para reflexionar por qué nos salió tan mal. En una nota anterior ya dije que hay que tener cuidado con comerse el discurso de que “como sociedad somos esto” y que “no estamos preparados para este tipo de eventos” porque no es así. Pero si les creemos, corremos el riesgo de que con el tiempo sí sea así. Es decir, lo que empieza como una falacia se transforma en una realidad. La Historia tiene muchos ejemplos que lo demuestran. Más allá de que es indiscutible que tirarle un botellazo a un micro que adentro lleva gente (no importa si son jugadores de fútbol o astronautas, lo que importa es que son personas) está mal, quiero detenerme en el operativo de seguridad. Todas las fuentes consultadas (desde periodistas hasta hinchas o simplemente vecinos) coinciden en que siempre que Boca juega de visitante en Núñez el micro entra por Monroe. Y también coinciden en que siempre el operativo incluía un vallado con maderas muy altas (creo que de 2,5 metros) que separan al público local (que pasa por ahí para entrar el estadio) de la comitiva visitante. Esta vez, casualmente, esas vallas no estaban. Otra cosa en la que coinciden es que el operativo en general era más laxo que en ocasiones anteriores. Justo en un partido de la envergadura de una final de Libertadores. Llama un poco la atención, ¿no? Un par de semanas antes, cuando el presidente de la Nación cometió la irresponsabilidad de decir al aire que para él estaban dadas las condiciones para que haya público de ambas parcialidades, se activó un protocolo especial. Algunos ministros, para no contradecir a su jefe, por lo bajo murmuraban que era una locura, pero en voz alta decían que tenía razón, que no sé por qué motivo (nunca lo explicó nadie), ya estábamos en condiciones de jugar un partido con las dos hinchadas. De manera simultánea, empezó una pulseada entre los organismos de seguridad de la Ciudad de Buenos Aires y los de Nación para ver quién manejaba el operativo y quién se ponía a las órdenes de sus pares. Esa pulseada no se definió nunca. Bueno, se definió el sábado a las 14 horas cuando la impericia o el sabotaje (o ambas) hicieron que el micro de Boca atraviese una zona liberada. Quizás se terminó de definir el martes con la renuncia del ministro de seguridad de la ciudad (aunque muchos afirman que la zona en la que el micro recibió el impacto estaba a cargo de prefectura, es decir, del gobierno nacional). Es un tema muy largo y está claro que tiene muchísimas aristas, algunas que terminaremos de desentrañar dentro de un tiempo, cuando podamos evaluar los hechos en su verdadera magnitud. Pero antes de terminar, quiero quedarme con un concepto: una de las consecuencias inmediatas de lo que sucedió es que los amantes de la mano dura encontraron una luz verde para decir y exigir cualquier barbaridad. Lo que necesitamos los argentinos, hoy más que nunca, no es mano dura. Es poder contar con funcionarios capaces, competentes y honestos, que no jueguen con la vida de la gente cuando se disputan sus espacios de poder.